Violencia económica, una reflexión desde el género


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Por: Ahimé Sánchez

Cuando escuchamos discusiones sobre la violencia de género en México, a menudo notaremos que el centro de la conversación es ocupado por las agresiones más visibles, como la violencia física. Sin embargo, la violencia económica –menos reconocida– puede equipararse en daño y peligro, puesto que se caracteriza por el control de los recursos financieros de una persona. En nuestro país, este fenómeno daña gravemente la autonomía, dignidad y bienestar de miles de mujeres.

A modo de anécdota, me permito relatar la experiencia de una mujer que solía ser cercana a mí, y madre de una hija que, durante años, vivió bajo la dependencia económica de su pareja.  

Si bien la mujer a la cual me refiero contaba con los estudios y las habilidades necesarias para trabajar, su pareja impedía que obtuviera ingresos propios; tampoco le permitía realizar gastos sin su aprobación, ni siquiera aquellos que correspondían a las necesidades básicas de su hija. Cada semana su esposo llegaba a la puerta de la casa con la despensa: una pequeña caja de plástico con un kilo de arroz o frijol, un litro de leche, un litro de aceite, una barra de pan y uno que otro elemento extra.

Por cuestiones de espacio, decidí omitir detalles. Serían innecesarios, puesto que no se trata de una historia marginal. En México, el 29.4% de las mujeres mayores de 15 años ha sufrido algún tipo de violencia económica, patrimonial o discriminación en el trabajo, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Este tipo de abuso no solo limita su autonomía, sino que las deja en una situación de vulnerabilidad extrema al depender completamente de sus agresores.

Cabe destacar que la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) indica que es un hecho que puede ser más común de lo esperado. Entre las mujeres que han experimentado violencia de pareja, el 43.9% reportó que –como parte de esta– hubo acciones relacionadas al control económico, como impedirles trabajar, decidir sobre sus ingresos o apropiarse de sus bienes.

La violencia está profundamente enraizada en un sistema que perpetúa la desigualdad de género. En nuestro país, las mujeres enfrentan una brecha salarial del 13% en comparación con los hombres en trabajos equivalentes, de acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT). A esta disparidad, se suma el hecho de que el 63% de las mujeres ocupadas se encuentra en la economía informal y fomenta condiciones que facilitan los actos de abuso económico.

Las convenciones sociales y culturales también juegan un papel importante en un contexto donde aún se valora el rol tradicional de las mujeres como cuidadoras del hogar. Esta narrativa invisibiliza el daño y dificulta que las víctimas reconozcan el abuso que enfrentan.

Es urgente que comencemos a abordar esta problemática como una cuestión de derechos humanos. En primera instancia, las políticas públicas deben centrarse en garantizar la igualdad económica, lo que implica reducir la brecha salarial, promover el empleo formal para las mujeres y crear programas de educación financiera. A nivel social, es crucial dejar de normalizar conductas abusivas relacionadas con el control de los recursos económicos; programas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribela defienden la autonomía económica de las mujeres como parte de la planificación y el desarrollo urbano, brindándoles las herramientas necesarias para el pleno acceso a sus propios ingresos y decisiones patrimoniales sin interferencias externas.

La violencia económica no solo afecta a las mujeres individualmente; tiene repercusiones profundas en la economía y el desarrollo del país. La exclusión de millones de mujeres de la vida económica activa perpetúa la desigualdad y limita tanto el crecimiento colectivo como el desarrollo urbano.

La erradicación de la violencia económica debe convertirse en una prioridad en la agenda de género. Cada mujer tiene derecho a controlar su futuro, a tomar decisiones sobre sus recursos y a vivir sin depender de la voluntad de otras personas. Reconocer la gravedad de esta problemática es el primer paso para construir un México más justo y equitativo, donde la libertad económica sea un derecho garantizado y no un privilegio reservado. Dejemos de ignorar el costo oculto de la violencia económica.

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