El costo ambiental de la Inteligencia Artificial debería preocuparnos


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Por: María Belén Cane

En pocos meses se cumplirán dos años del lanzamiento de la primera versión de ChatGPT, la aplicación de inteligencia artificial desarrollada por OpenAI que sacudió al mundo de manera irrevocable. Los más ávidos conocedores del tema lo veían venir desde hace años, pero para los simples mortales y las –en muchas ocasiones– anticuadas organizaciones e instituciones no hubo periodo de adaptación. El futuro arribó de la noche a la mañana.

A la vez que se produjo un desenfreno ante las inconcebibles capacidades de esta herramienta, el debate público viró hacia preguntas, reservadas antes al inconsecuente juego de lo hipotético, que demandaban una respuesta concreta, pragmática y, sobre todo, rápida. ¿Cómo definimos la “inteligencia”? ¿Hasta qué punto podemos llamar “arte” al generado por un prompt? ¿Qué valor ofrece un título educativo, cuando no es posible diferenciar el trabajo humano del de la máquina? ¿Cómo podremos competir contra un “trabajador perfecto”? ¿Cómo determinamos lo real en las ya turbias aguas del internet?

Sin embargo, entre las conversaciones y controversias poco ha sonado una crítica pregunta que deberíamos hacernos a medida que estas herramientas se esconden tras el velo de invisibilidad de lo cotidiano y nos encaminamos a sobrepasar los 1.5 grados centígrados de incremento de las temperaturas globales… ¿Será que la inteligencia artificial nos dejará peor parados ante una de las más graves amenazas existenciales en la historia de la humanidad?

Un reciente estudio realizado por investigadores del Carnegie Mellon University y la empresa de IA Huggin Face –quienes a su vez enfatizan la falta de transparencia por parte de los principales desarrolladores de los Grandes Modelos de Lenguaje– apunta a que el costo energético, y por lo tanto ecológico, de la inteligencia artificial debería preocuparnos.

Desde hace unos años se advertía sobre el impacto ambiental del Machine Learning, el proceso que involucra la exposición de un modelo de IA a una infinidad de datos para que este pueda determinar las relaciones entre estos a través de prueba y error. Según estimaciones publicadas por la Universidad de Cornell, para entrenar a Chat GPT-3 con 175 millones de parámetros de datos, tan solo una de las versiones de la más famosa herramienta de IA, fue consumida una energía equivalente a conducir 112 automóviles de gasolina por un año.

El principal dilema, no obstante, se encuentra en el proceso de inferencia, mediante el cual la IA hace predicciones sobre estos datos y responde a las consignas de los cientos de millones de usuarios alrededor del mundo. Sobre esto, los reportes más recientes de MIT y Northeastern University señalan que el inocente acto de solicitar algo a ChatGPT, a pesar de que se puede realizar con la misma facilidad, podría consumir hasta 100 veces más energía que hacer una búsqueda en Google.

Asimismo, como suele ser la movida del capitalismo, la feroz competencia de mercado entre OpenAI, Microsoft y Google empuja a las empresas a crear modelos cada vez más grandes y sofisticados, buscando acaparar más y más usuarios. Así, aunque Google y Microsoft prometen cero emisiones netas de carbono para el año 2030, su huella de carbono no ha hecho más que crecer desmedidamente a causa de este irresistible juguete nuevo. Todo esto, claro, prescindiendo de cualquier tipo de transparencia, supervisión o regulación gubernamental.

El dilema se asemeja, a modo de augurio, a otra sonada promesa futurista de alto impacto ambiental: las criptomonedas. Sustentadas por tecnologías de Blockchain, las bases de datos compuestas en red que efectúan transacciones a través del consenso de miles de computadoras, el Futuro de las Finanzas nos ofrece una supuesta democratización del mercado financiero al precio de una huella de carbono por transacción que supera un millón de veces a la de VISA.

En ambos casos, las repercusiones ambientales inmediatas del “progreso” ocupan un limitado espacio en las mentes de sus principales promotores. No obstante, a diferencia de las tecnologías de Blockchain –que tienen bastantes problemas técnicos– la Inteligencia Artificial resulta ser campo fértil para la inversión y, en consecuencia, resulta más peligrosa.

No cabe duda: a menos que se realice un esfuerzo consciente por aminorarlo, el problema ecológico de la Inteligencia Artificial no hará más que agravarse. No existen las soluciones perfectas, pero, quizás, un primer paso es dejar de imaginar a la Inteligencia Artificial como intangible o inmaterial. Así, podríamos exigir la apropiada rendición de cuentas a los magnates de la tecnología y cuestionar qué tanto de nuestro futuro nos van a costar estas visiones del “futuro”.

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