Amor, el mito que da vida


Jacobo Molina
Por: Jacobo Molina

Algunos de mis conocidos piensan que no creo en nada. Es verdad que tengo pocas certezas, pero de mi postura frente al amor estoy convencido. El amor es un mito, y justo por eso creo en el amor. Para explicarme con la mayor claridad posible, iniciaré con dos citas acerca del amor, que a muchos les resultarán familiares. 

“Lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal”, afirma Friedrich Nietzsche, filósofo alemán del siglo XIX, en uno de sus aforismos, mientras que San Agustín de Hipona, filósofo medieval, condensó su ética en la expresión: “Ama y haz lo que quieras”. Quien desconoce sus obras, tal vez intuyó un significado parecido a las citas anteriores, pero, a decir verdad, parten de ideas radicalmente opuestas: el pensamiento de Nietzsche arremetió contra el cristianismo, en especial porque –a su juicio– esta religión esparció y popularizó la filosofía platónica. Por el contrario, San Agustín de Hipona nació en Tagaste –al norte de África, bajo el Imperio romano– fue un obispo católico, que contribuyó a formular la teología que, aún hoy, su iglesia atiende: una interpretación (neo)platónica de su religión.

Nietzsche llamó a la construcción de una ética propia, distanciada de cualquier “moral de esclavo” y negó que hubiera verdades absolutas o un orden universal. Ante todo, rescato que propusiera el acceso a una libertad sin precedentes, construida a partir de la subjetividad, como vía hacia el amor. No obstante, la falta de claridad de Nietzsche al momento de establecer parámetros y ordenar su pensamiento, abrió el paso a malas interpretaciones de su obra. En oposición, la ética de San Agustín busca la perfección. Subyace un riesgo, como en Nietzsche, relativo a la interpretación de su pensamiento: al «Bien supremo», según él, se llega libremente y por medio del amor. La cuestión es que, en su obra, dicho concepto implica perfección, pues el amor que el filósofo identificó con lo divino es, en esencia, un «amor ideal». No obstante, lo distingue del amor hacia otras personas, puesto que amar a alguien más que a uno mismo es imposible: al fin de cuentas, nadie es perfecto. Si hace falta idealizar a alguien para amarlo, no lo amamos; ni siquiera lo reconocemos. Al idealizar a alguien, lo que amamos es, más bien, una imagen inventada por nosotros, con la cual tapamos a la otra persona: ensalzamos las virtudes que nos gustan, al tiempo que ocultamos sus diferencias.

En fin, no deseo discutir rigurosamente la argumentación de estos filósofos; mucho menos meterme con las creencias personales de nadie. Mi motivo para citar a dos autores con ideas tan opuestas es, ante todo, evidenciar el carácter paradójico del amor. A mi parecer, si hay un punto en donde convergen el pensamiento de Nietzsche y San Agustín, al grado de hacer posible una síntesis, es su concepto de amor. Sin embargo, dicha síntesis no sucedería por la equivalencia entre sus concepciones del amor, sino al hecho de que uno es contraparte del otro, pues aunque estos filósofos parecen hablar de lo mismo cuando se trata del amor, una discusión entre ellos no tendría fin. ¿Quién no ha sentido que “da todo” en una relación afectiva y, a cambio, le devuelven poco o nada del amor que da?

Voltaire, prominente figura de la Ilustración, trató de resolver el problema que despierta el amor de corte platónico, al afirmar que “nos faltan un sinfín de escalones para ascender desde las inclinaciones humanas a ese amor sublime. Pero a falta de otro punto de apoyo que la tierra, de ella debemos sacar nuestras comparaciones”. Tiene sentido, ¿cierto? Un poco. Pero, en mi opinión, Voltaire fracasó. Tomar consciencia de que la perfección es inalcanzable le resultó inútil, porque, de cualquier forma, propuso un modelo hipotético de perfección como la fuente que ha de inspirar el amor. Cabe aclarar que sus obras, aunque valiosas, están plagadas de contradicciones sin resolver. Usar la lógica en exceso puede conducirnos a conclusiones tan absurdas como no usarla en absoluto.

Una idea más revolucionaria sobre el amor la pensaron –y vivieron– Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. La intelectual francesa vinculó, ya desde sus inicios, los conceptos de independencia y libertad. Su pensamiento propone, en varios sentidos, un alto grado de autonomía y libertad individual; cuánto y más era importante, para ella, dar a esa libertad una orientación amorosa. Sartre, su pareja, criticó ampliamente el amor romántico, un paradigma de vida en pareja al que ambos filósofos atribuían un alto grado de sometimiento, en el cual las mujeres, a menudo, ocupaban la peor posición. En su momento, Beauvoir y Sartre formaron una relación abierta en la que –según sus palabras– la transparencia gozaba de un papel muy importante. Eso sí, ninguno cargaba al otro de obligación alguna. El amor –decían– no se basa en la posesión, sino en la libertad.

Hasta aquí, supongo, he logrado ampliar su concepto de amor. ¿Les parece angustiante? Hace nueve años, poco antes del final de mi adolescencia, concluí que era irrelevante definir o dividir en categorías el amor. Mi única regla consistía en no dañar a nadie. Así fue por un tiempo. Pero las reglas siempre se rompen: aprendí que, tarde o temprano, uno lastima a quienes ama. La lección resulta más dura cuando uno voltea la mirada atrás y nota que ese daño, aunque sin intención, lo hizo por amor. ¿Cómo asegurarnos de que siempre hacemos el bien a quienes amamos? Esta pregunta me persiguió en años recientes, sin que yo lo advirtiera. El escenario me producía sentimientos encontrados.

Fue entonces que conocí la obra de Jacques Lacan, quien mezcló el pensamiento de varios filósofos brillantes con la teoría de los psicoanalistas más importantes. Para él, abandonar el ideal de perfección del amor –tanto el que damos como el que recibimos– va mucho más lejos. En primer lugar, la perfección, sencillamente, no existe. Y, si creen que la encontraron alguna vez, me temo que sólo asociaron recuerdos e imaginación para sostener un ideal que la experiencia derrumbó. Lo mejor es admitirlo. Para amar por nuestra cuenta, en parte, hay que dirigir la mirada hacia el pasado y desprendernos de las expectativas. Nadie será capaz de suplir lo que nos falta; ni siquiera nosotros mismos. Siempre habrá una falta en nosotros. Y, puesto que somos incapaces de satisfacer dicha falta en nosotros, con menor razón podremos hacerlo en las personas que amamos. Leer esto quizá decepcione a muchos; no obstante, aceptarlo conduce al amor, asunto que, si bien atraviesa la obra de Lacan, constituye el núcleo de un par de seminarios: La transferencia (8) y Aún (20). 

En el primero de los seminarios que mencioné, Lacan exclamó una de sus afirmaciones más conocidas:  «amar es dar lo que no se tiene».

Años más tarde, en su Seminario 20. Aún, Lacan amplió su reflexión respecto al amor. Aquí, Lacan habla del carácter aparentemente insondable de la alteridad –somos un “yo” en tanto oposición a un “otro”–, pero, así como nos definimos en función de nuestros opuestos, es nuestros opuestos –los demás– donde se encuentra, paradójicamente, aquello que compartimos. Del amor al odio, versa la sabiduría popular, sólo hay un paso. Ningún concepto, al fin y al cabo, sería comprensible sin su contraparte. Para pensarlo con claridad, Lacan inventó el neologismo “odioenamoramiento”. 

¿Buena comunicación? Aun si comunicamos todo lo que representa el amor para nosotros, una explicación limitaría, hasta cierto punto, nuestra comprensión: el lenguaje se habla y/o escribe, pero ¿alguien podría afirmar –sin miedo a equivocarse– que conoce todo acerca de sí mismo? ¿Qué hay de la narrativa que nos relatamos? ¿Nos hablamos a nosotros mismos o estamos siendo hablados? En cierto modo, todos somos hablados. La mayor parte de las palabras no las creamos. Y, encima, no siempre construimos y re-construimos de forma adaptativa las palabras que usaron para definirnos. ¿Dónde se encuentra la línea que divide nuestra narración y la de otros? ¿Hasta qué punto nuestra identidad consiste en una re-creación, mediante la apropiación y resignificación de las palabras con las que fuimos hablados? ¿Qué momentos y palabras del pasado siguen hablándonos, sin que logremos notarlo? Y, aún más importante: ¿qué omiten?

Sin duda, amar es dar lo que no se tiene: completar o ser completados es imposible, y desear lo imposible conduce, inevitablemente, a un malestar. El amor mismo, ponerse a merced del otro, también. Y, sin embargo, sólo el amor nos empuja a seguir adelante; a ir por más. En palabras de Lacan, el amor cesa la «no escritura”; es decir,  el amor es eso que nos llama a continuar escribiendo –con nuestra propia mano– la narrativa que somos. Una historia que, asimismo, siempre se verá en la necesidad de incluir al otro. ¿He ahí la verdadera universalidad del amor? Pues bien, como mencioné al principio de mi columna, el amor es un mito, pero el mito y la mentira no son sinónimos. Aunque ambos términos implican la invención de un relato, el núcleo de un mito está compuesto por una verdad. Si permitimos que suceda, esa verdad brotará de lo más profundo de nosotros.

Sobre el/la autor/a:

Jacobo Molina

Lic. en Letras por la Universidad de Monterrey. Cofundador de la revista Tres Puntos y autor de los títulos La (des)ubicación de las cosas (CONARTE) y Antitratados (Mantis Editores y CONARTE).


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