
Hasta pronto, Abby: ¿Cómo enfrentar el duelo animal?
Por: Isabella Chávez
22 de octubre de 2024. Monterrey.
Miro al reloj de la pared. Son las 12:53 de la tarde. Estoy por terminar el ensayo del Día Amarillo. Mi corazón late a mil por hora y no puedo esconder esa alegría que siento, la sonrisa que tengo en mi rostro es evidente. En dos días conduciré el evento más grande de mi universidad y presentaré al grupo colombiano de reggaeton Piso 21. El mayor logro de mi año.
Levanto todas mis cosas y le doy las gracias a Angie y Majo, mis coordinadoras del evento. Salgo del edificio ESTOA de mi universidad a la 1:03 de la tarde y me dirijo hacia mi clase de Comunicación Organizacional con mi Directora de Programa Académico. Ya voy tarde y mis pies se van moviendo a la misma rapidez que lo hace mi corazón. Vuelo entre las personas y mi cabeza está en las nubes. Vivo mi sueño.
Para cuando me doy cuenta, ya estoy por llegar al edificio tres. Si bien no siento qué tanto caminé porque además voy acompañada, mi respiración, bastante agitada, delata el maratón que hice para llegar a clase.
Subo el primer piso y escucho la voz de Peter. Él condujo el Día Amarillo del año pasado. Rápidamente, mis pies se dan la vuelta para ir a saludarlo y alzo mi voz para decir “¡Peter!”. Él, con esa sonrisa que lo caracteriza y un abrazo, me responde: “Hola corazón, ya me enteré. ¡Felicidades!”. Peter fue la primera persona que supo que quería conducir este evento y ahora me felicita por lograrlo.
Me despido de él y subo los tres pisos que me faltan. Ya no estoy tan agitada, pero mis piernas todavía resienten los kilómetros que caminé. Llego, abro la puerta y entro a mi salón.
Esa puerta, una hora y media después, sentiría que fue tocada por una Isabella diferente.
Entro y veo a mi pelirroja favorita, Lucia, sentada en la esquina del salón como siempre. Me siento a su lado y tomo mi computadora para comenzar a hacer mis pendientes. El tiempo libre jamás ha sido una opción y hoy no es la excepción.
Estoy tan concentrada y de repente escucho la voz de Paola en el tercer plano. Comienza su clase. Levanto la mirada como la niña educada que soy, pero en mi cabeza está todo lo que tengo que hacer, así que mejor me pongo a editar la cantidad abismal de fotos que debo entregar y de a ratos alzo la mirada para demostrar que también pongo atención a la clase.
Estoy en mi chamba y de pronto esa energía y luz que tanto irradiaba y que sentía por todo mi cuerpo se desvanecen, así como el aire.
Poco a poco comienza a entrar en mí una vibra intensamente pesada, oscura y fría. Siento que me aplastan el corazón hasta que se haga lo más pequeño posible. Mi cuerpo pierde fuerzas y toma la figura de la silla en la que estoy, sin siquiera entender por qué me siento así.
Tomo todas mis cosas y salgo por la puerta. Mis pies apenas y se arrastran por el suelo. Me siento pesada. Me siento desganada. Solo quiero llegar a mi casa y llorar.
Pero, ¿por qué?, si este día iba tan bien.
Al final del piso en el que estoy, me encuentro a Walter, mi amigo de años. Me saluda con emoción y yo lo máximo que logro hacer es levantar mi mirada. Sin una sonrisa. Sin una palabra.
Camino hasta mi carro y conduzco a mi casa. En este largo tramo de 40 minutos o más no puedo pensar en absolutamente nada, manejo casi en automático. Digo, Tesla no soy, pero manejo con la pura costumbre de mi trayecto diario.
Llego a mi casa y me estaciono. Tomo todas mis cosas y me bajo del carro.
Me tardo 10 años en abrir la puerta de seguridad. Entro y encuentro a mi papá dormido mientras “ve” una serie. Siempre está ahí cuando llego de la escuela. Mi mamá está acostada al lado suyo en otro sillón, ella está en su celular. Nada fuera de lo normal.
Camino a la cocina y veo en la mesa del comedor que mi mamá hizo pollo. Me encantan esas brochetas que hace. Son lo mejor. Tomo mi plato y siento que está frío, así que lo meto a calentar.
El tiempo pasa muy lento. Los segundos del microondas tardan minutos en cambiarse. De pronto, la silueta de mi madre atraviesa el reflejo del micro. Volteo a mirarla y de su boca salen palabras tajantes y dolorosas:“Abby murió hace rato”.
En ese momento mi corazón se detiene.
Con el ruido del microondas y mi madre enfrente, mis ojos se llenan de lágrimas y mi cuerpo se paraliza. Ella solo sale de la cocina. Sin decir más.
Por unos segundos no logro asimilar lo que me acaba de decir. Mi gran acompañante. Mi pequeña canina rottweiler de 12 años se ha ido. No volveré a ver sus ojos negros y brillosos que siempre me veían con ilusión y amor. No volveré a salir a acampar con ella. No volveré a llorar con ella en el parque y a pedirle consejos, aunque no pueda dármelos.
Su camino se ha separado del mío.
El tiempo no avanza. Va todavía más lento. El silencio entre esas cuatro paredes es vacío y solamente estoy yo con el gran dolor que siento.
Mientras asimilo todo, según yo, saco mi comida del microondas. Ya no tengo hambre. Apenas y toco mi plato.
Subo rápidamente por las escaleras y corro a mi cuarto. Cierro la puerta y me escondo en las colchas para llorar.
En ese momento no puedo hacer nada más. Las imágenes de Abby están en mi mente y el dolor lo siente mi cuerpo.
Sin darme cuenta ya son las 4 de la tarde, hora de irme a trabajar. Si de por sí el trabajo es pesado y nadie quiere ir, yo soy la reina de esa oposición hoy.
Mi mamá y yo llegamos al taekwondo. Cumplo con mi trabajo porque no tengo de otra, pero mi cabeza está en miles de lugares menos ahí. Entran y salen niños, hablo con papás, grito los ejercicios que debo gritar. Pero Abby no sale de mi mente.
Mi jornada de trabajo hoy fue muy corta, el tiempo voló, pero porque yo estaba en otro plano mental. La conexión mente-cuerpo no existió.
Mi papá comienza a apagar las luces del tae. Ni siquiera nos volteamos a ver. Solamente agarro mi mochila y salgo por la puerta.
Subo a la camioneta por el lado del copiloto y me siento, sin mirarlo y mucho menos sacar conversación. El ambiente es denso, se siente la ausencia de la pequeña. De un momento a otro, me mira y me dice: “¿Cómo estás?”. No tengo nada que decir. Comienzo a sentir en mi pecho y garganta un nerviosismo combinado con tristeza y terror. En ese instante, las palabras no me salen, pero mis ojos lo expresan.
“Hoy tuve ensayo del Día Amarillo y me fue muy bien. ¿Pero sabes algo? Cuando llegué a la clase que tenía me dio un bajón de energía muy fuerte. Pensé que era cansancio, pero pues quizá, y de alguna manera, mi corazón supo qué había pasado”, le digo de golpe.
Me reí sin saber por qué. El día había sido bueno, hasta pasado el mediodía, y ya no más. Tras un silencio, mi papá pregunta: “¿A qué hora te pasó eso?”. Le contesto desconcertada: “A la 1:30”. Su respuesta: “Abby murió a la 1:30”.
Ya pasaron unas semanas desde que la camada llegó a casa. Abby es preciosa, como sus hermanos. Ya no son nada chiquitos, al contrario, su tamaño aumentó, al igual que sus travesuras. Han llegado a pintar sus patas con pintura y manchar todo el piso.
31 de diciembre de 2011. Puerto Vallarta.
Tengo ocho años. Estoy con mi familia en un callejón de Vallarta. Es Año Nuevo, así que el baile y la fiesta están en cada esquina a la que volteamos.
No comprendo nada de lo que sucede hoy. Por un lado, veo a un grupo de cinco hombres que desfilan en calzones de Estados Unidos. Por otro, veo gente que disfruta en la calle. Una conocida mía baila con alguien muy apasionada, pero ni siquiera lo conoce. Estoy muy confundida y perturbada. Con más dudas de las normales.
Aquí no hay nadie más de mi edad. Estoy con mi familia y con mi padrino, pero no hay nadie que piense igual que yo. Estoy sentada en una madera mientras observo lo que pasa a mi alrededor y trato de comprenderlo. De pronto, mi papá recibe una llamada.
“Hanna va a tener a su camada”.
Mi papá voltea a ver a mi mamá y le da la noticia. Yo de metiche alcanzo a escuchar y automáticamente mis pies comienzan a rebotar del suelo. Mi perrita tendrá hijos.
Termina la noche, gracias a Dios. Y ya es el siguiente día. Mi papá tiene el hábito de levantarse temprano y querer salir a las 5 de la mañana cuando viajamos. Hoy no fue la excepción.
Subo a la camioneta y sin darme cuenta ya estamos en Monterrey. Probablemente mi papá iba a la velocidad de la luz porque no sentí el viaje. Además, vi películas y dormí, entonces mi tiempo en el asiento de atrás pasó todavía más rápido.
Ya en Monterrey, nuestro destino está claro. Ir con Hanna y sus hijos.
Llegamos al lugar y veo a Hanna tirada en un pequeño corral junto a sus 11 cachorros.
Nino, el veterinario de Hanna, me saluda y me dice que los cachorritos están en las cajas verdes y azules. Me acerco a verlos y en ese momento todo se detuvo. Solo somos los cachorros y yo.
Ellos son muy pequeños, del tamaño de mi mano. Todavía tienen sus ojitos cerrados y hacen muchos ruidos. Su llanto es incluso tan tierno que no molesta. No puedo dejar de verlos y admirarlos. Pero rápidamente nos vamos a la casa por la hora que es.
Al día siguiente, mis papás los traen a la casa. Al verlos llegar no puedo evitar ponerme feliz, ahora tengo cachorritos como hermanos.
En un corral de madera de dos metros de ancho por otros dos de largo están los 11 chiquititos, cada uno con un listón de un color. Abby tiene puesto el verde fuerte. Me derrito de ternura, 11 cachorros con toda su piel negra y hermosas manchas amarillas en algunas partes de sus cuerpos.
Hacen mucho ruido, lloran, ladran y además tienen un olor muy fuerte. Básicamente son como bebés humanos, porque hasta los tenemos que limpiar con toallitas húmedas, pero ahora tengo 11 amigos para jugar y abrazar.
Ya pasaron unas semanas desde que la camada llegó a casa. Abby es preciosa, como sus hermanos. Ya no son nada chiquitos, al contrario, su tamaño aumentó, al igual que sus travesuras. Han llegado a pintar sus patas con pintura y manchar todo el piso.
Mis papás deciden comenzar a darles nuevos hogares y poco a poco veo cómo se van con otros dueños. Diferentes personas, carros, calidades de vida.
Solo quedan dos, Abby y otro hermano.
Mi vínculo con ella es especial, es muy fuerte. Yo la quiero a ella y quiero poder jugar más, bailar y cantar juntas.
Yo, definitivamente, no puedo permitir eso. No puedo dejar que se vaya de mi casa.
Después de muchas lágrimas y “por favor, por favor, por favor”, mis papás aceptan que me quede con la última. Ahora seremos Abby, Hanna y yo.

Tomo a Abby por sus patitas, la coloco en una barda de mi jardín, y como en la película de El Rey León, la levanto como Simba y pronuncio: “Te llamarás Abby Chávez y, oficialmente, eres mi hija”. Ese fue su bautizo.
Abby no es mi primera mascota. Antes de ella estuvo Hanna, obviamente. Y antes de ellas, Beccio y Zukira. Todos eran de mi papá, menos Abby.
Desde que soy pequeña he crecido al lado de perros, hemos sido una manada, pero nunca habían sido míos. Ahora quería una cachorra que fuera solamente mía, yo quería tener a mi mascota. Que fue a lo que mis papás accedieron sin saber que ellos serían los verdaderos responsables y yo sería la madre de Abby por título.
La Fundación Affinity, una organización sin ánimo de lucro española que difunde y concientiza a la sociedad sobre la importancia de los vínculos que se crean entre los animales y las personas, evidenció en su estudio II Análisis del Vínculo que la compañía animal tiene diferentes beneficios físicos y sociales: aumenta años de vida, reduce estrés, mejora la salud mental y física, y reduce los niveles de depresión, entre otros. Sin embargo, el impacto en los niños es mucho mayor, ya que contribuye a su desarrollo social y educativo, puesto que les enseña responsabilidades al hacerse ellos cargo de los cuidados de sus mascotas, aumenta su autoestima y aprenden valores como el respeto y la integración, así como también se convierten en una fuente de apoyo emocional y compañeros de juego, lo que impacta positivamente en su crecimiento.
“Las personas que durante su niñez han tenido contacto con un animal de compañía aprenden valores como la compasión y la empatía (…) La relación con los perros o los gatos ejerce como estabilizador de la conducta infantil, contribuye a fomentar la alegría y a eliminar la tristeza, así como a disminuir los miedos que son normales en la infancia”, concluye el estudio.
Abby y yo crecemos a la par. Siempre salimos a jugar a la lavandería con su pelota o nos perseguimos mutuamente. Hace poco me acosté con ella en el piso y jugó con mi cabello hasta dejarme un nudo indomable que hizo que tuviera a mi mamá horas en mi cabeza. Esa es nuestra forma de jugar y querernos.
Abby es mi mayor compañía. Siempre que me regañan voy con ella, la abrazo y le cuento todos mis problemas. No los puede resolver, pero ahí está ella. No falla en darme fuerzas. Ella me enseña sobre amor, cuidado y compañía. Incluso desarrolla mi fuerza y habilidades de búsqueda por lo mucho que jalonea su correa al salir al parque. Es mi mejor amiga.
Según los datos de la última Encuesta de Bienestar Autorreportado del Inegi, realizada en 2021, el 69.8% de los hogares en México tenía algún tipo de mascota, con lo que sumaban 80 millones, de las cuales, 43.8 millones eran perros, 16.2 millones gatos y 20 millones de diferentes mascotas pequeñas.
Las mascotas, hoy en día, no son sólo animales de compañía. Son parte integrante de las familias y no únicamente porque sean tratadas como un ser querido, sino porque México las reconoce como tal. En el año 2023, la Suprema Corte de Justicia de la Nación sentó jurisprudencia al establecer que en el país existen distintos tipos de familias y una de ellas es la familia multiespecie, la cual está integrada por humanos y mascotas.
Las leyes mexicanas han avanzado en la protección de las mascotas, a las que ha reconocido como seres sintientes, como sujetos de derechos, como por ejemplo al respeto y al cuidado, y como parte importante de las familias, algo que ya existía en las legislaciones de países como España, Colombia y Brasil.
Al ser parte de la familia, el dolor que causa perder a una mascota es inmenso. En muchas ocasiones puede derivar en problemas de ansiedad o depresión.
Cuando mi amigo Andrés perdió a su pequeño yorkshire dorado, Toto, su partida tuvo una gran repercusión en la familia. En una plática en la universidad, él me contó la historia de su fiel compañero.
Las mascotas, hoy en día, no son sólo animales de compañía. Son parte integrante de las familias y no únicamente porque sean tratadas como un ser querido, sino porque México las reconoce como tal.
3 de enero de 2020. Monterrey.
Andrés tenía 12 años. Estaba en la recámara de sus papás, en el segundo piso de su casa, viendo videos en YouTube. Estaba solo. Sus hermanos le habían dicho sobre la posible llegada de un pedido de Amazon para que estuviera pendiente.
Sonó el timbre de la casa.
Andrés bajó a abrir la puerta y, en efecto, era el dichoso pedido de Amazon. El hombre de gorra le pidió un código para confirmar la entrega, pero Andrés había dejado su celular en la recámara. Le pidió al repartidor que esperara para poder ir por su celular. Al subir a la recámara, en medio del piso, encontró a su pequeño Toto tirado.
Rápidamente lo levantó y lo llevó a la cama de sus papás. Intentó hacer que reaccionara, pero no cedió. Tomó cobijas y enrolló a Toto para poder bajar a pedir ayuda.
El buen hombre de Amazon ayudó a Andrés aquel día, sin ninguna duda. Andrés le pidió ir a diferentes veterinarias, pero todas estaban cerradas. Durante el trayecto, Andrés le marcó a sus papás varias veces para saber qué hacer. Al fin, contestaron.
Acordaron verse en un punto medio y, al llegar, su mamá tomó a Toto entre sus brazos.
Llegaron a un hospital veterinario y tomaron a Toto para atenderlo. Pasaron aproximadamente dos horas y, tras esa larga espera, salió el doctor a hablar con ellos.
“Lo que sugirió el veterinario es que, en el momento en que bajaron todos corriendo, Roger, que es la mascota más grande, seguramente se lo llevó entre las patas, provocando que se cayera o que por accidente lo pisara. Porque tenía varios indicios de eso”, me dijo Andrés.
La muerte de Toto fue un golpe muy duro para toda la familia. Andrés platica que el día que se fue, el mundo se nubló, literalmente. Todos en su casa estaban destrozados, sobre todo su hermano. Él pasaba por un fuerte cuadro de depresión y la muerte de Toto fue una gota más para su vaso, lo que hizo que tuviera que ser atendido por un psiquiatra, y que éste recomendara terapia familiar para poder manejar mejor la salud de su hermano.
También la vida de Andrés cambió en segundos. De ser una persona que hablaba todo el tiempo, dejó de hacerlo por dos semanas. Se cerró completamente.
Cuatro meses después de la muerte de Toto, su familia acudió a terapia. En ella, Andrés reveló la culpa que sentía por no haber hecho algo más por su pequeño canino. Dicho sentimiento fue aliviado por el psiquiatra cuando le explicó que este tipo de cosas pasan y que él no pudo haber hecho nada más.
Perder a una mascota y el dolor que esto produce es algo muy difícil de manejar. En muchas ocasiones estos seres son los mejores amigos de las personas y su pérdida tiene un impacto radical en sus dueños.
La tanatóloga Mónica Villegas, quien tiene una larga trayectoria en el acompañamiento de duelos, explica esto con la definición de duelo:
“Un duelo es la pérdida de algo que tenías y ya no tienes. El duelo puede estar conectado a relaciones amorosas, cambios de trabajo o a la pérdida de una casa, pero no es exclusivo a las muertes o a las personas”.
El duelo se experimenta ante todo aquello que tiene la capacidad de provocar dolor. El dolor dependerá de los vínculos emocionales que se hayan generado, afirma Villegas.
“En la medida en que ese vínculo sea tan intenso, tan grande, en esa misma medida va a ser el duelo. El duelo es proporcional al amor que le tienes. Entre más ames, el dolor va a ser más intenso en el duelo”.
Los lazos que se crean con las mascotas son muy especiales. Los animales de compañía se vuelven cómplices, amigos, hijos y uno siempre acude a ellos para encontrar un lugar seguro.
Recientemente mi vecina Miriam perdió a su perrito Vito. Lo que ella me platica solo es prueba de cómo un animal toma un rol vital dentro de las familias.
“El duelo es proporcional al amor que le tienes. Entre más ames, el dolor va a ser más intenso en el duelo”
23 de junio de 2024. Monterrey.
Vito siempre fue un perro muy activo, ágil y cariñoso. Era una fuente de amor en la familia. Además, era muy inteligente. Entendía cuando le hablaban.
Un día, Miriam y su familia decidieron operar a Vito para que ya no pudiera reproducirse. Y la operación salió bien. Sin embargo, una pequeña bolsa comenzó a crecer en su cuerpo.
Era un tumor maligno que Vito logró vencer en dos ocasiones y recuperar su calidad de vida.
Cuando iban a un tercer round, el tumor ya estaba muy avanzado y no había tantas probabilidades de que pudiera volver a vencerlo. Además, era una cirugía invasiva. Miriam y su familia optaron por no hacerle pasar por ese tratamiento de nueva cuenta.
Al paso de tres semanas, el tumor creció radicalmente y el oncólogo hizo su recomendación: dormir a Vito.
Para Miriam era una decisión difícil, ya que veía que Vito aún podía seguir, su cuerpo todavía era funcional. Pero con el paso de los días, poco a poco comenzó a fallar. Ellos tenían que llevarlo al baño y mover sus patas, ya que había perdido sus fuerzas.
Vito falleció ese día en brazos de Miriam, tras agonizar dos veces.
Las mascotas son fieles compañeros. Villegas explica que uno no pierde solo a una mascota, pierde compañía, pierde cariño.
“Abraza tu duelo. Si quieres llorar, llora. Si quieres tirarte, no te levantes por un tiempo. Se vale porque lo que perdiste es algo muy importante”.
El duelo por la pérdida de una mascota es un tema del cual no se escucha comúnmente, lo que produce que las personas encapsulen su dolor sin ser capaces de expresarlo y vivirlo.
El desconocimiento de esta información genera un gran problema social, ya que las personas minimizan su pérdida, lo cual los lleva a enfrentar problemas peores que muchas veces no son atendidos por un especialista.
“La sociedad dice que el cariño a los papás es el mayor y el más fuerte, después sigue el de la pareja y luego el de los abuelos. En el organigrama, la mascota va al final. Entonces sientes que no tienes permiso de ponerte mal y termina afectando. Empiezan a aparecer la colitis, los dolores de cabeza o algunas enfermedades frecuentes, precisamente por tener contenida esa tristeza que no logras externar”.
22 de mayo de 2025. Monterrey.
Después de haber platicado con la tanatóloga, hay un par de cosas que logro entender. Abby fue, es y siempre será mi mejor compañía. Y sin dudar, jamás dejaré de pensarla o extrañarla. Sin embargo, debo hacer las paces con ella y su muerte.
Abby, al final del día, cumplió su ciclo de vida y, eventualmente, también lo haré yo. Pero mientras todavía tenga tiempo en este mundo, debo aprender a disfrutarlo y abrazar su recuerdo.
Vivir el duelo no es malo, es rendirle honor a lo que esos seres significaron para nosotros. Y sonará a cliché, pero ellos siempre estarán con nosotros. En memoria y corazón.
Han pasado siete meses desde que Abby se fue. No hay día que al salir de mi cuarto y ver sus cenizas en el gabinete no me acerque a platicar con ella. Quizá no estará en físico, pero sé que está en cada rincón al que voy y que me sigue acompañando. Y sé que algún día podré volver a abrazarla y a platicar con ella como lo hacía cuando crecimos juntas.
Con el objetivo de motivar la participación ciudadana y para garantizar un tratamiento informativo adecuado frente a los contenidos presentados, los invitamos a escribir a agencia2@udem.edu en caso de dudas, aclaraciones, rectificaciones o comentarios.