
“Nuestra mentalidad de Guerra Fría nos impide alcanzar la paz”, Juan Miguel Álvarez, periodista colombiano
Por: Gloria Inés Pérez Galvis
La guerra interna en Colombia contada desde la historia de las víctimas es un capítulo que muchos no conocen. Sobre todo quienes no han vivido en el país sudamericano. Pero, tal vez, algunas de esas historias tengan algún parecido con casos de violencia que se han vivido en México durante las últimas décadas.
Juan Miguel Álvarez, un escritor colombiano y periodista independiente, lleva años recorriendo las zonas más conflictivas de su país y ha conocido de voz de las propias víctimas sus historias de vida, de las cuales 11 están contenidas en su libro de crónicas La guerra que perdimos, publicado en el año 2022 por la Editorial Anagrama. El libro había ganado en marzo de ese año el Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez.
Dentro de la obra de Álvarez figuran cuatro libros publicados: Balas por encargo, una investigación sobre el sicariato en Colombia, publicado en el año 2013; Verde tierra calcinada, libro que fue distinguido como uno de los tres mejores de la narrativa colombiana en 2018; Lugar de tránsito, publicado en 2021; y La guerra que perdimos.
Álvarez ha sido incluido dos veces en la selección final del premio Gabo, una en el año 2015 y otra en el 2017, y ha ganado en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, un galardón que premia la excelencia periodística en Colombia.
En entrevista, Álvarez hace un repaso de las causas de la violencia en su país, relaciona esta violencia con la que ha vivido México, cuenta sus experiencias recorriendo su país para conocer las historias de las víctimas y hace una reflexión sobre el porqué Colombia no ha logrado concretar una paz real, a pesar de sus varios esfuerzos por ponerle fin a más de medio siglo de guerra y muerte.
¿Cuál fue el proceso de elaboración y cuál era el objetivo principal de esta publicación?
Armé este libro porque quería participar en la convocatoria para el Premio Anagrama de Crónica. Venía preparándome profesionalmente como escritor para algún día publicar con Anagrama. Esa era mi meta. Y para ese punto de mi carrera, de mis años de trabajo como periodista independiente, ya había logrado acumular una buena cantidad de historias de víctimas del conflicto armado, de gente que ha sufrido la violencia de este país y que ha sobrevivido a ella. Entonces, este libro reúne historias que le muestran a los lectores las varias maneras en que se puede ser víctima del conflicto armado en Colombia y las acompaña de cuatro textos explicativos o ensayos intermedios, llamados Trampas de esta guerra, para quienes no están familiarizados con el conflicto armado colombiano. Esta información les ayuda a entender cosas más complejas sobre las historias que están publicadas en el libro.
¿Y qué implicó realizar el libro, cuántos años te llevó hacerlo?
Fui haciendo crónicas del conflicto armado, con muchos enfoques, a lo largo del tiempo, sin saber que este libro iba a existir. Sabía que en el futuro iba a existir un libro, pero no sabía cuál. Entonces, La guerra que perdimos contiene una selección de historias que escribí entre los años 2014, dos años antes de que se firmara el acuerdo de paz con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), y 2021. En ese lapso de siete años logré acumular mucho trabajo de varias regiones, con el cual ya he publicado varios libros y todavía tengo material que estoy reuniendo para una siguiente publicación.
Lo que queda claro después de leer tus crónicas es que hay cierto desprecio por la vida y por los derechos humanos, tanto por parte de los grupos armados que se encuentran al margen de la ley, como por el narcotráfico y, en algunas ocasiones, por las mismas Fuerzas Armadas. Entonces, ¿qué será lo que necesita un país para que todos sus habitantes puedan ejercer su derecho de vivir una vida sin violencia?
Esto es algo muy difícil de responder porque eso corresponde a la historia de la humanidad. Siempre ha existido, incluso desde antes de que se formara el concepto moderno de Estado-Nación, la ley del más fuerte. Y luego de las convenciones internacionales de derechos humanos, de los tratados internacionales, luego de la Segunda Guerra Mundial, se logró llegar a acuerdos con los que la humanidad quería restringir el uso de la violencia, pero no lo ha logrado, en parte porque cada país tiene sus propias maneras de construir ciudadanía. Y Colombia no ha sido capaz de construir una ciudadanía satisfecha de sí misma y lo único que ha logrado es procrear generaciones de grandes y peligrosos inconformes: Pablo Escobar, los paramilitares, los guerrilleros…
Nosotros como país no hemos sido capaces de construir una ciudadanía en la que se entronquen de manera armónica los procesos de modernidad con las transformaciones de la modernización, como lo afirmó desde los años 80 la periodista mexicana Alma Guillermoprieto en su libro Al pie de un volcán te escribo (1995), refiriéndose al común denominador que atravesaba los procesos de América Latina. Y yo creo que en Colombia pasa eso. Por ejemplo, no hemos podido consolidar el derecho a la salud y seguimos en unas eternas crisis porque la modernización del sistema no es capaz de tener en cuenta la modernidad del concepto del bien público. Y así, con los derechos a la educación, al trabajo, a la vida digna, a un techo.
Hay una insatisfacción de derechos fundamentales, que son una virtud de la modernidad, pero no están en armonía con los procesos de modernización de la sociedad, que sería elaborar un sistema de atención en salud y crear un sistema de educación pública o privada que le llegue a todo el mundo, entre otras cosas. Es decir, hay un completo desacuerdo entre esos dos procesos y eso genera unas tensiones muy fuertes que terminan en unas violencias tremendas.
¿Cuál crees que sea la razón principal por la que no se ha podido establecer la paz en Colombia? ¿Cuáles son las deudas del Estado?
Colombia ha intentado varios procesos de paz a lo largo de toda su historia. El primero de ellos fue en 1953 durante el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla y con el cual logró desmovilizar a las guerrillas liberales que estaban acantonadas en los Llanos Orientales y a las fuerzas de derecha o paramilitares, conocidas como “Los pájaros”. Sin embargo, ese primer proceso de paz, que debería haber sido suficiente para calmar los ánimos de violencias insurrectas en la medianía del Siglo XX en Colombia, no fue suficiente por los errores de comprensión política del mismo Gobierno, pero también de las mismas gentes que ejercían la violencia en el país. Después de que las guerrillas liberales entregaron las armas, comenzaron a matarlos. Y las guerrillas comunistas, que no se unieron a ese proceso de paz, avanzaban en su ideologización marxista-leninista, al tiempo que se sembraba la semilla de la revolución cubana, la cual gestaría a la guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional) en la década del 60.
Desde ese primer proceso de paz y hasta enero de este año, cuando se rompieron las últimas conversaciones de paz impulsadas por el Gobierno de Gustavo Petro luego de un montón de violencias sucedáneas, la paz no se ha logrado. Por un lado, el Estado colombiano —representado por los gobiernos de turno y por las diferentes fuerzas civiles— no ha sido capaz de construir un modelo en el que toda la ciudadanía se sienta integrada y representada. No ha sido capaz de construir unos principios que nos unan bajo una misma identidad y que nos hagan sentir como parte del mismo país. Aquí, cada comunidad tiene sus propios intereses y hay disputas territoriales y culturales muy fuertes que hacen que no exista un sentido de pertenencia absoluto, sino sentidos de pertenencia muy marginales. Y, por otro lado, también tiene que ver con que, desde el punto de vista de la práctica política, los procesos de paz no han logrado resolver las grandes preguntas que estos grupos armados le plantean a la existencia del país.
¿Por qué fracasan los procesos de paz en Colombia?
Los procesos de paz han intentado desmontar el ejercicio de la violencia, pero luego otras violencias ocupan esos lugares y vuelve a reiniciar un nuevo ciclo. Al tema de que el Estado no ha sido capaz de construir principios identitarios sólidos, se suma el que Colombia ha sido muy débil a la adopción de ideologías foráneas. Colombia tiene una mentalidad de Guerra Fría. Nosotros todavía pensamos el mundo en izquierda y derecha, en comunismo y fascismo, vivimos una macartización de la vida cotidiana por parte de la misma ciudadanía que está muy acostumbrada a descalificar a los demás, señalándolos de lo uno o de lo otro, y ese extremismo hace que tampoco sea fácil la comprensión entre nosotros mismos. Aquí, es fácil señalar a alguien de “comunista”, “guerrillo”, “facho” (fascista) o “paraco” (paramilitar), sin pruebas reales. Se les clasifica sólo por algo que dicen u opinan.
Entonces, en un país en donde el discurso tan fácilmente se va para un lado o para el otro, el consenso no existe y, por lo tanto, no hay posibilidad de acuerdos porque un “guerrillo” no negocia con un “facho” y un “facho” no negocia con un “guerrillo”, y así estamos, porque no hay posibilidad de conversar. Pero si dejáramos de llamarnos de esa manera y nos entendiéramos como ciudadanos con diferentes opiniones, todo sería más fácil.
Cuando Petro ganó la presidencia le pedí en un tweet que, por favor, no fuera a caer en el error en el que había caído hasta ese momento la derecha, y era que a todo aquel que no estuviera de acuerdo con el Ejército o que criticara al Estado o que estuviera en contra de los procesos de economías basadas en el capital y no en el sentido humano del trabajo era un comunista. Le pedí que no le diera por llamar fascista a todo el mundo, y lo único que ha hecho Petro en el último tiempo es llamar fascista a todo el mundo. Nuestra mentalidad de Guerra Fría sigue ahí y mientras no nos separemos de ella, será muy difícil llegar a acuerdos.

Varios presidentes colombianos de derecha han sido cuestionados por el curso que tomó durante décadas el conflicto armado en Colombia, pero llegó al poder un presidente de izquierda y la situación siguió igual o peor, porque siguen asesinando a líderes sociales, siguen habiendo guerrillas, narcotráfico, masacres y desapariciones forzadas. ¿Cómo entender esto?
Las violencias de Colombia tienen diferentes orígenes y diferentes desarrollos, que no tienen que ver necesariamente con el ejercicio político desde el poder presidencial. Colombia está inscrita al menos en dos escenarios globales muy agitados que recrean mucha violencia. El primero es el tráfico de drogas, y esto, independientemente de qué presidente llegue al poder, va a seguir generando violencia mientras las drogas sean un asunto prohibido internacionalmente y se genere un mercado negro alrededor de ellas. Y el segundo es un tema ideológico ligado a la Guerra Fría. Colombia fue un gran laboratorio para las guerrillas de origen comunista capacitadas por la Internacional Comunista que tenía asiento en Moscú y Berlín, y durante los años 60 y 70 muchos colombianos fueron capacitados allí y luego regresaron al país inmersos en la ideología marxista-leninista, dispuestos a tumbar al régimen de turno. Esto era algo que venía de afuera y no tenía que ver con qué presidente estuviera en el poder.
Y hay otra violencia, la de los ejércitos de derecha, la de los paramilitares, fortalecida por sus alianzas con la fuerza pública, el Ejército y la policía. Esta violencia, en buena medida, también está por fuera del control local porque muchos de los altos mandos militares que crearon a los grupos paramilitares fueron formados, producto de convenios internacionales, por militares de Estados Unidos en la Escuela de las Américas durante los años 60, 70 y 80. Después, regresaron al país con las ideas de la guerra sucia, de la guerra psicológica, a tratar de aplicar en el país lo que habían aprendido allá.
Al final, todos esos movimientos desembocaron en las violencias del narcotráfico, de las guerrillas y de los paramilitares. Todos, por fuera del control presidencial.
Vemos que es malo si el Estado interviene en zonas históricamente abandonadas que se volvieron conflictivas porque se desencadena una guerra peor, como lo dicen varios personajes de tus crónicas, y malo si el Estado no interviene. ¿Cómo entender y lidiar con este dilema?
Esto ocurrió en la época en que se produjeron los hechos de dos de las crónicas del libro: Paulina busca a su hija y Una mina en el cafetal, historias que sucedieron en momentos específicos en que el Ejército Nacional adelantó los operativos de retoma de los territorios que estaban dominados por la guerrilla de las FARC. Y en la mitad de esos enfrentamientos estaba la población civil, que fue la que más pagó, con sangre y vidas, esta guerra.
Pero en la actualidad, lo que yo veo es que Colombia tiene un problema enorme en su constitución territorial y es que tiene regiones muy apartadas, sin conectividad real con el mundo urbano y con el mundo modernizado o con la institucionalidad. Y a estas regiones, que están altamente habitadas, es muy fácil que lleguen los grupos armados ilegales y empiecen a ejercer un control territorial que se vuelve después como una especie de pseudoestado. Eso ha sido así desde hace muchos años porque el Estado no tiene la capacidad de llegar a esos sitios, ejercer control, sacar a las fuerzas irregulares y garantizar que la gente de esas comunidades viva tranquila. Y cuando el Estado ha entrado y ha sacado a los grupos ilegales con procesos de paz o por la fuerza, no entra a esas zonas con toda su institucionalidad —sistemas de salud, de educación, transporte, etc.— porque no puede implementar en meses un trabajo que lleva décadas, y lo que ocurre es que otro grupo armado ilegal llega y se asienta en ese mismo sitio.
Entonces, Colombia está en esa encrucijada que no puede resolver tan fácil porque tiene un Estado débil y con poco alcance, que no puede suplir rezagos institucionales históricos y resolverlos en poco tiempo para poder asegurar el control y el bienestar en esas zonas.
¿Qué es lo más enriquecedor y lo más decepcionante que has vivido durante estos años?
Lo más enriquecedor ha sido la posibilidad que he tenido de viajar por muchas zonas del país y de conocer gente muy digna y muy valiosa que ha sido atropellada por la violencia y que, a pesar de ello, ha sido capaz de ejercer su ciudadanía sin venganza, con amor y con mucha confianza en los demás. He hecho viajes, conocido regiones, caminado montañas, navegado ríos, sobrevolado bosques y recorrido trochas, y todas han sido experiencias muy enriquecedoras, que me han hecho una mejor persona porque me han dado muchos más elementos de juicio, más conocimiento, al igual que las personas que he conocido, que me han enseñado un montón sobre la condición humana y eso, sin duda, no tiene comparación.
Y lo más frustrante es que, a pesar de tanto esfuerzo humano, social y comunitario para resolver un problema, por falta de Estado ese problema termine no resolviéndose y siendo la semilla de un nuevo problema. Eso es muy frustrante. Por ejemplo, en una región de Calamar, un pueblo que se ubica en el departamento del Guaviare y que es una de las entradas a la selva amazónica, están ocurriendo todos los días incendios forestales propiciados por colonos que aspiran a volverse dueños de nuevas tierras. Son personas con mucho dinero que van de las ciudades y tumban 500 hectáreas de selva virgen, y lo hacen porque no hay regulación. El Estado no ha sido capaz de entrar a estos sitios para proteger el bosque primario de la selva del Amazonas.
El Estado no ha sido capaz de darle la mano a las comunidades que se esfuerzan por construir ciudadanía y eso es muy frustrante porque muestra que como ciudadanía estamos solos. Y esto no lo viven solo las comunidades que están muy alejadas, lo vivimos todos. La comunidad en donde vivo, a las afueras de Pereira, lleva años solicitándole a la alcaldía municipal, es decir, al pequeño Estado local, que la ayude fortaleciendo, con una mejor tecnología y algunas adecuaciones, el acueducto comunitario para poder obtener agua más potable en temporadas de lluvia, y no ha sido posible. Entonces, si nosotros que vivimos en una ciudad céntrica, urbanizada, no hemos sido escuchados por el Estado, ¿qué pueden esperar en las regiones más apartadas del país?

¿Hay riesgos a la hora de hacer este tipo de periodismo y contar estas historias?
Sí, hay riesgos. Hay un riesgo constante en las zonas de conflicto donde está llevándose a cabo la violencia, cuando entras a esas zonas, cuando sales, cuando te paran en la vía, uno no sabe qué va a pasar. Muchos colegas no han tenido suerte y simplemente no regresaron. Yo he tenido mucha suerte porque he salido con vida y con la posibilidad de seguir trabajando sin amenazas, sin intimidación y sin daño a mi integridad física.
Y también hay riesgos en el desplazamiento. Por ejemplo, hay riesgo de morir ahogado en un río porque la balsa puede voltearse y quedar en la mitad de un río caudaloso. He tenido muchas veces la sensación de que me voy a morir ahogado en un río de esos. Hace tres años murió un antropólogo precisamente en estas circunstancias. También cuando transitamos carreteras muy apartadas, construidas en filos y en riscos de montañas existe el riesgo de que el carro caiga por el precipicio. Una vez, en una región del Chocó, yo iba trepado en una mula, íbamos en caravana, y pasamos por un desfiladero y ahí abajo, a la derecha, estaba el precipicio, gigantesco, y la mula pasaba por el filito y yo decía: ¿en qué momento esta mula va a pisar en falso y voy a seguir derecho hasta allá abajo? No pasó, pero un año después una antropóloga se rodó en el mismo lugar por el que yo había pasado.
Tus libros, tus historias han comenzado a conocerse fuera de Colombia. ¿Qué tanto crees que esto puede ayudar a visibilizar el problema y a encontrar soluciones para la población víctima de esa violencia?
Puede ayudar en el sentido de que quienes lean estas historias probablemente se construyan mejores ideas de lo que es Colombia, ideas más precisas, que entiendan las complejas divisiones de la violencia que ha reinado en este país durante tanto tiempo. Y eso nos ayudaría a ser más entendidos en el contexto latinoamericano, pero no creo que sirvan para encontrar soluciones para los problemas nacionales. Colombia está sobrediagnosticada. Desde hace muchísimo tiempo las organizaciones internacionales saben qué pasa en Colombia, conocen los detalles, tienen informes, tienen casos, tienen nombres, tienen fechas. El diagnóstico está hecho con detalle y cada año lo que hacen es actualizar los datos, nada más. Y, sin embargo, todas las acciones que estas organizaciones llevan a cabo para Colombia son poco efectivas en el sentido de transformar realidades concretas. Así que yo no creo que realmente mis libros puedan llegar a servir mucho más que los diagnósticos que ya se han hecho previamente y que todas estas comunidades tecnocráticas ya tienen en sus escritorios.
La guerra, dices en tu libro, la perdieron los colombianos, la gente de a pie, el pueblo que ha sido víctima. ¿Hay alguna forma de reparar tanto daño, como una especie de reconciliación?
Sin duda, se necesitarían acciones simbólicas de reparación o restablecimiento de derechos, pero yo creo que ya en este punto la sociedad colombiana está tan reventada por tantos años de violencia que con el solo hecho de que la gente deje de disparar, deje de matar, de ejercer control territorial y de crear poder criminal, ya con eso sería suficiente para que la ciudadanía se sintiera tranquila. Yo no sé si reparada, pero tranquila.
El ciudadano colombiano víctima de la guerra lo que quiere es trabajar de manera legal, recuperar lo que perdió y producir para sacar adelante a su familia, que no le jodan la vida, que el Estado no le ponga trabas. Yo creo que si los que están haciendo daño se detuvieran, eso sería un acto suficiente para la reconciliación nacional.
Cuando estaba leyendo tu libro encontré varias similitudes entre la realidad de Colombia y lo que ha pasado en México en las últimas décadas. Por ejemplo, el tema de las desapariciones y de la violencia contra inocentes civiles. ¿Cuál crees que es el común denominador en estos casos, teniendo en cuenta que son dos países con sus propias historias y sus propias realidades?
En los dos países operan grupos criminales que se dieron cuenta que probar el delito de desaparición forzada es casi imposible si no se encuentra el cuerpo de las víctimas. Desaparecen los cuerpos porque es la mejor manera de eliminar el delito. Si no hay cuerpo, no hay delito.
La desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad y, cuando se da en el marco de un conflicto armado interno, como el de Colombia, también es un crimen de guerra, una violación al derecho internacional humanitario. Y estos delitos no prescriben y no pueden ser indultados ni pueden ser negociados en procesos de paz. Entonces, un primer denominador común con fines prácticos es éste.
Y, desde una interpretación política, los dos países han tenido una historia como nación que ha creado condiciones que vinieron a ser llenadas por todas estas lógicas criminales. La frontera de México con Estados Unidos ha sido históricamente un lugar de tránsito y de intercambio. La condición histórica del país, su lugar territorial, su geografía y su frontera, que pueden ser una ventaja, se convirtió en un problema que genera criminalidad. Y en cuanto a Colombia, el hecho de que haya sido el aliado número uno de Estados Unidos en la región en la lucha contra las drogas, en vez de haber sido una ventaja, se convirtió en un problema con muchas consecuencias.
Es decir, las historias de cada país explican en buena medida muchos de sus problemas actuales. Colombia y México han sido víctimas de sus propias virtudes históricas, geográficas y políticas. Han sido como una especie de enfermedad autoinmune, como si pudiéramos compararlo con el lupus, el cuerpo matándose a sí mismo. Los dos países matándose a sí mismos por sus virtudes históricas, geográficas, políticas y territoriales.
¿Qué lecciones consideras que México u otros países deberían aprender de lo que ha vivido Colombia en sus más de 60 años de conflicto armado interno?
Los dos países tienen grandes carencias económicas, pero no porque no haya plata, sino porque tienen sistemas económicos que mantienen la exclusión, la pobreza y unos estados de inequidad y desigualdad exasperantes. Yo creo que estos dos países deberían aprender que buena parte de la violencia que los aqueja tiene que ver con estas cuestiones de la violencia simbólica y la violencia implícita del ejercicio del poder en el Estado y de los poderes económicos. Ambos países han sufrido de eso y deberían tomar medidas para tratar de detener o moderar esto.
Y, visto en perspectiva histórica, Colombia y México podrían aprender mucho de cómo la pobreza extrema en lugares llenos de mucha riqueza es un problema. Es un problema no solamente porque se perpetúa la pobreza, sino porque se siembra el resentimiento y el reclamo, y esto hace que la gente busque por sus propios medios cómo resolver las situaciones que el Estado no le ayuda a resolver.
¿Será que mientras exista el negocio de la droga esta violencia no parará?
No sé. Yo creo que una legalización regional (entre Europa Central, Estados Unidos y América Latina) de las drogas sería suficiente para detener al menos la mitad de esta violencia. Mientras que el negocio de las drogas siga siendo ilícito de la manera en que ha sido, la violencia va a seguir siendo una realidad muy permanente. Sin embargo, el mercado ilegal de las drogas no explica todas las violencias de América Latina y, por tanto, su legalización o eliminación no sería suficiente para detener todas estas violencias.Hay cosas más complicadas. Hay datos todavía más inquietantes. En mi primer libro, Balas por encargo (2013), cito un dato del analista académico del narcotráfico en Colombia Francisco Thoumi. Él dice que en el año 2010, en la ruta que va desde Afganistán, pasando por Asia Central, hasta Moscú transitaba una cantidad de droga equiparable a la que circulaba entre Perú, Bolivia, Colombia y Estados Unidos y, sin embargo, las tasas de homicidios en los países asiáticos involucrados en este tránsito estaban muy por debajo del 5% en promedio por cada 100 mil habitantes frente a 20% en promedio en los países latinoamericanos. Entonces, si la droga es ilegal allá y es ilegal acá, y la cantidad de droga que transita es más o menos la misma, ¿por qué allá no se están matando y aquí sí? Las violencias latinoamericanas tienen otros orígenes muy fuertes, y no solamente el del mercado de las drogas.
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