
Cien años de soledad: la novela que le dio identidad a América Latina
Por: Jacobo Molina
Corría el año de 1967. Aquel era un mundo muy distinto al nuestro. Guardaba semejanza con una partida de ajedrez, donde ambos jugadores, ubicados en polos opuestos, libraban una guerra estratégica. Pero sin llegar a tocarse. Un día Estados Unidos avanzaba en sus ambiciones geopolíticas y, al día siguiente, la Unión Soviética hacía lo propio.
En ese entonces, varios países latinoamericanos padecían golpes de estado y conflictos civiles. En 1967, Fidel Castro llevaba unos ocho años en el poder, luego del triunfo de la Revolución cubana.
Pese a esto, Latinoamérica no parecía figurar del todo en el imaginario de aquella gran historia mundial. Si se piensa en las narraciones más comunes de la Guerra Fría, la mayor parte de Latinoamérica aparece como un escenario donde la obra es actuada por actores extranjeros, quienes interpretan un libreto escrito fuera de la región.
Pero regresemos al año 1967, en el que apareció por primera vez una novela que se volvió un hito de la literatura latinoamericana y mundial: Cien años de soledad, obra cumbre de Gabriel García Márquez. Esta primera publicación fue lanzada durante su estancia en México, país en donde el autor ya residía por aquel entonces y donde, asimismo, habría de autoxiliarse años más tarde, en 1981. Su novela narra la historia de los Buendía, una familia que parece condenada a repetir los mismos patrones y errores, y Macondo, el famoso pueblo ficticio que, de algún modo, podría reclamar como suyo cualquier pueblo de un país de la región.
Sin embargo, no nos equivocamos al decir que es Aracataca —y no Macondo— la ubicación donde inicia la trama de Cien años de soledad: no en forma de novela, sino de biografía. Una que, a su vez, constituye la fuente de la trama cíclica en la obra cumbre de García Márquez. En ese entonces, un coronel —que no es Aureliano Buendía— relataba historias para su nieto, Gabo. Historias que, luego de ser apropiadas, extendidas y mejoradas por su nieto, se convirtieron en una extensa trama: la realidad de América Latina. Pero, ¿cómo es que este pequeño pueblo, donde nació Gabriel García Márquez, forma la base del ficcional Macondo?
De acuerdo con Vicente Alfonso, periodista y autor de novelas como Huesos de San Lorenzo y Partitura de una mujer muerta y referente en el estudio de la obra de Gabriel García Márquez, en el libro Tras las claves de Melquíades, escrito por el hermano de Gabo, hay referencias que permiten comprender los orígenes de Cien años de soledad:
“La familia de Gabo era originaria de Aracataca, un pequeño pueblo en Colombia. Más tarde migraron. Él estudió en Sucre y luego en Bogotá, donde se inscribió en Derecho, y vivió de cerca el periodo conocido como ‘La Violencia’, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Las universidades cerraron y Gabo terminó en Cartagena, empleado en un periódico. A partir de ahí comenzó su carrera periodística y también a escribir los recuerdos de su infancia. Estaba muy ligado a su abuelo, que era coronel, y a su abuela, que contaba historias mágicas. Provenía de una familia extensa, con muchos tíos y hermanos, acostumbrados a la convivencia y a las fiestas. Todo eso templó su disposición para escribir una novela que recogiera esas historias. En El olor de la guayaba, una conversación con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez afirma que todo lo que escribió hasta entonces tenía una base real”.
Aunque las versiones varían, todas las anécdotas que existen alrededor del origen de Cien años de soledad se desprenden de un viaje. El colombiano tuvo la primera gran epifanía, esa primera potencia que fue lo que lo arrastró a escribir, mientras conducía su auto por una autopista, acompañado por su familia en dirección a una costa que, en las décadas de los cincuenta y sesenta, se consideraba uno de los grandes destinos turísticos del mundo: Acapulco.
Fueron aquel día y aquel trayecto los que llevaron a Gabriel García Márquez a imaginar, por primera vez, la narrativa que hoy conocemos como Cien años de soledad. Jorge F. Hernández relata esta conocida anécdota: “Un día que iba camino a Acapulco con su familia, se le ocurrió el inicio de la novela. Y, de pronto, tiene todo muy claro. En algunas versiones dijo que se regresó, que nunca llegaron a Acapulco; otras que, al final, son vacaciones y que sí llegaron. Pero ambas coinciden en que se encerró en la casa donde vivían. Una casa de dos pisos que está en la colonia San Ángel Inn, en la Ciudad de México, cerrada de La Loma, Número 19”. Como la misma literatura de García Márquez: una anécdota con más de una versión, cuyos hechos son difíciles de comprobar.
Es difícil averiguar con precisión cómo sucedió el evento que inspiró a García Márquez a escribir su obra cumbre. Si aceptamos que cualquier narrativa, así se trate de una investigación histórica realizada con rigor académico, involucra al mito y/o la ficción, entonces cabe la posibilidad de que una narración sobre su propia vida se trate de un ejercicio autoconsciente de ficcionalización y mitificación, mas no como mentira: se trata del autor contando una verdad interna, subjetiva y, por lo tanto, imposible de transferir con un lenguaje común. Después de todo, una epifanía es, en principio, una experiencia incomunicable.

El escritor colombiano residió en territorio nacional por más de 30 años, durante dos periodos distintos. El primero de ellos corresponde a los años 1961-1975, en los que se sitúa la redacción de Cien años de soledad. El segundo fue a partir de 1981, justo en medio de la presión política que ejerció el gobierno de Julio César Turbay en su contra, tras acusarlo de mantener vínculos con el grupo guerrillero M-19.
La diplomacia y el refugio que México ofreció de manera especial en el siglo XX no se limitaban a acciones gubernamentales. Personalidades como Gabriel García Márquez eran bien acogidas por colegas e incluso por la población en general. Abandonó su natal Colombia para evitar represalias por parte del gobierno, pero llegó a un país donde se le conocía y reconocía.
“En 1961, cuando García Márquez llegó a vivir a México, ya conocía a Álvaro Mutis, poeta colombiano residente de la Ciudad de México, quien le dio un ejemplar de Pedro Páramo y le dijo: ‘Tenga esta vaina, para que aprenda’. Gabo quedó fascinado. Según La ficción de la memoria, de Federico Campbell, esa misma noche leyó dos veces la novela de Rulfo y la siguió leyendo durante meses. El propio García Márquez lo admitió. Y aunque no lo hubiera hecho, lo notaríamos por el manejo circular del tiempo, que tomó de Rulfo, Virginia Woolf y William Faulkner”, comparte Vicente Alonso.
Se trata de una característica distintiva de los escritores del Boom latinoamericano: no eran ajenos a las innovaciones escriturales de Estados Unidos y Europa. Sus referentes se encontraban en el centro, pero, al mismo tiempo, destacaron por no abandonar su intención de escribir sobre Latinoamérica, ni se limitaron a producir meras copias de lo que se hacía en el extranjero, sino que se apropiaron de ellas.
A pesar de ser colombiano, muchas de sus influencias, así como su círculo de amigos escritores, eran mexicanos. Llegó a entablar amistad con Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Augusto Monterroso. Incluso mantuvo una relación cercana con Juan Rulfo.
Sin embargo, Gabo hizo mucho más que amistades en México: “Por elección, murió aquí. Sus hijos y nietos son mexicanos. México le dio a García Márquez una plataforma que quizá le permitía ver las cosas de manera distinta a como las hubiera visto desde Colombia. Con esto no desdeño a Colombia. Por supuesto que tenía casas en Bogotá, en Cartagena, en muchos puntos distintos. Pero en México llevó a cabo desde la escritura de Cien años de soledad hasta el relanzamiento de la revista Cambio, luego de adquirirla, donde se encargaba personalmente de la sección de cultura y, según me cuentan amigos que trabajaron con él, llegaba con su plumón a corregir”, relata Vicente Alfonso.

Gabo parecía concebir ambos países como dos partes de sí mismo. Esta relación afectiva por dos patrias que yacía dentro de él tuvo, además, un eco importante en su obra. ¿De qué otra manera se explica que Macondo sea cualquier pueblo en Latinoamérica y, a la vez, ninguno en particular? Sobre este asunto, Jorge F. Hernández señala que “Gabo soñó con la creación de Macondo en México porque extrañaba Colombia. Había vivido también, y muy jodido, en París, y echaba de menos su tierra, su música, sus sabores. ¡Cómo se tienden los puentes! Gabo ya había tenido uno, como periodista, entre Colombia y Europa, por los viajes que hizo y los reportajes que mandó desde allá. El puente entre México y Colombia, además, era mucho más fácil porque a la hora de la hora, sí, salvo algunas frutas y algunas salsas, comemos prácticamente lo mismo”. Sin duda, la situación que relata Jorge F. Hernández influyó significativamente en la obra de Gabo: esa mezcla de lejanía y cercanía con su propio pueblo, cuyo puente principal lo construye su lengua bien pudo ayudarlo a concebir la relación con otros países de América Latina. Su consecuencia fue la creación de una novela –Cien años de soledad– y un pueblo –Macondo– que, sin existir materialmente, abarcan la historia común de la región, mas lo hacen a partir de un nuevo mito.

No hay muchas dudas sobre el hecho de que García Márquez fue un escritor abiertamente politizado. Lo que cabe agregar es que, si bien era cercano a ideales de izquierda, sería un error considerarlo un marxista ortodoxo, en parte porque sus ideas parecen tener una mayor proximidad al socialismo utópico, pero también porque no cumple con el estereotipo dogmático de un hombre sumergido en una ideología. Algunos cuestionan sus ideales sobre todo porque ha sido el único ganador del Premio Nobel de Literatura en apoyar abiertamente al gobierno de Cuba, entonces liderado por Fidel Castro, estadista al que fue cercano.
Esta postura política no la determinó el azar: observó desde cerca el avance del capitalismo estadounidense en Latinoamérica y los efectos que producía. El contexto correspondiente a este tema se encuentra en la explicación de Jorge F. Hernández: “Gabo empezó a hacer ficción a partir de una realidad muy cruel hace 60 años. Imagina, por ejemplo, la realidad de la finca bananera que está cerca de Aracataca, cuyo control lo tenía United Food Company, es decir el imperialismo gringo, que tenía sojuzgados a los obreros de la ciénega. Cuando narras eso, aunque no seas de izquierda, sientes que lo eres. Dan ganas de decir: ‘Yo estoy con los obreros: los que se partieron la madre, a los que asesinaron’. Prácticamente lo hicieron tropas armadas por el empresariado. Gabo fue muy fiel a eso y también muy creyente en las utopías. A su generacion le tocó el gran sueño de la Revolución cubana. A la mía le tocó más bien su rebote: pronto despertamos de sueños como ese y percibimos el olor a gato encerrado”.
La insumisión al discurso hegemónico es, en muchas formas, uno de los rasgos que distinguían a los escritores del Boom latinoamericano. Había en ellos un énfasis por insertarse en la literatura internacional, por lo que su obra exhibe una clara influencia de escritores extranjeros. Sin embargo, no abandonaron el interés por narrar su región con un estilo donde lo ajeno incorpora la experiencia propia. Sobre el mismo pasaje de la novela, la cual revela las complejidades de la relación entre Colombia y Estados Unidos, Vicente Alfonso agrega: “La novela contabiliza más de 3 mil muertos, aunque el número real fue mucho menor. En este pasaje, García Márquez expuso uno de sus recursos literarios: la hipérbole. Sergio Ramírez, escritor nicaragüense y gran amigo suyo, lo llamaba ‘el maestro de la exageración’. Y no es una exageración hueca: da una idea de la disparidad en las relaciones económicas y políticas entre el pueblo y la sociedad hegemónica, y entre Estados Unidos y Latinoamérica”.

Sin embargo, el impacto de Cien años de soledad excede la literatura que a menudo englobamos como parte del realismo mágico. Más que una postura crítica –la licencia para hacerlo queda en manos de los especialistas–, esto quiere decir que, si bien no todos los escritores del Boom decidieron adscribirse al mismo estilo o bien lo hicieron con una frecuencia menor, autores como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar reconocen la influencia que tuvo la obra de Gabo sobre ellos.
Carlos Fuentes llamó “El Quijote americano” a la novela de Gabo, mientras que Vargas Llosa afirmó que mezclaba lo tradicional con lo moderno y lo americano con lo universal. Con base en esto, puede decirse que la influencia de Cien años de soledad parece estar ligada, por encima de todo, a la construcción de una novela que otorga identidad a Latinoamérica, en tanto que su narrativa se reconoce como propia frente a lo ajeno que la influyó.
Esta novela trajo consigo un legado que está lejos de terminar. Su recuperación de elementos como la oralidad, el mestizaje, sin mencionar el empuje que dio a la literatura de la región no tiene precedentes. A pesar de esto, Jorge F. Hernández afirma que algunos se adscribieron –y adscriben– al estilo de García Márquez por su popularidad; por ello, destaca que “lo importante es identificar dónde están los vasos comunicantes. Yo, por ejemplo, aparte de que amo a Gabo y creo que fue una bendición en mi vida ser su amigo, al mismo tiempo soy discípulo de don Luis González y González. Don Luis escribió un libro que se llama Pueblo en vilo, que es prácticamente Macondo, pero verídico. Es la historia de un pueblo en Michoacán. Hay vasos comunicantes que florecieron no necesariamente adrede, pero sí por andar en la misma frecuencia. Mira, si me apuras, también soy admirador de Jorge Ibargüengoitia y es evidente que Jorge también está en esa sintonía: ese tipo de universo literario y de imaginación”.

Por su parte, Vicente Alfonso destaca que “a diferencia de otras obras del Boom, como Rayuela, La casa verde o Terra Nostra, que proponen estructuras laberínticas, Cien años de soledad opta por acercarse al lenguaje popular, a lo cotidiano. Y lo reúne con una estructura en espiral, que logra conquistar al lector”. Más allá de que no todos los escritores ejecuten con la misma maestría e intencionalidad que García Márquez, su obra exhibe un reflejo tan fiel de América Latina que ha influido a generaciones enteras de escritores de la región.
Y, como toda identidad tiene un origen en el cual se basa, las comparaciones entre la novela de García Márquez con El Quijote han sido frecuentes. Sobre este asunto, Jorge F. Hernández no oculta su fascinación y postura. Además de considerarlas como las dos novelas mejor escritas en español, indica que “un buen ejemplo viene de esa etiqueta que a Gabo no le gustaba: ‘realismo mágico’. Decía que él escribía mucho más realismo que magia, porque así son nuestras familias y así somos nosotros. En este sentido, Cervantes, como habitante de finales del siglo XVI principios del siglo XVII, te podría decir exactamente lo mismo: mucho antes que el cine, la televisión y de Woody Allen, se le ocurre inventar que Don Quijote y Sancho se saben escritos”.
Quizá el mayor paralelismo entre una novela y la otra yace precisamente en eso: sus autores exhiben, cada uno a su manera, consciencia plena sobre los alcances de una narración.

Pero la influencia de García Márquez en generaciones posteriores no se limita a sus novelas. Vicente Alfonso revela una anécdota sucedida durante su estancia en la Fundación Letras Mexicanas, donde estuvo dos años. García Márquez acudía en persona y leía frente a todos, e incluso se tomaba el tiempo de atender a los alumnos: “Se interesaba mucho por las generaciones más jóvenes y promovía la literatura incluso mediante el apoyo a editoriales independientes de manera secreta, sin que se enteraran los editores”. El compromiso con la literatura del escritor colombiano, hasta sus últimos días, sobrepasó por mucho las páginas de Cien años de soledad.
Esa misma solidaridad literaria que García Márquez mantenía por México y Colombia, la tenía también por el resto de Latinoamérica. Prueba de ello es el discurso que dio cuando le entregaron el Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1982, al cual tituló “La soledad de América Latina”. Y es que, de alguna forma, Cien años de soledad da cuenta de los vínculos y problemas sociales y políticos que han sacudido a la región por tanto tiempo que su historia parece ser un ciclo interminable de acontecimientos. Casi como si una maldición condenara a sus habitantes a repetir lo que vivieron sus ancestros. De ahí que sea una novela emblemática para la región e, incluso, para la literatura hispana en general. Respecto a este asunto, Vicente Alfonso afirma que “Cien años de soledad comparte esa cualidad de atrapar al lector y ofrecerle una visión distinta de la realidad cotidiana. Si uno revisa la historia de América Latina —particularmente en las décadas de los sesenta y setenta— encontrará un continente marcado por las dictaduras, pero también hallará paralelismos históricos si estudia su historia previa. García Márquez recompone esa historia y la entrega en una clave distinta. Ese es uno de los elementos que la convierten en literatura pura: la cotidianidad transfigurada”.
Transfigurar la cotidianidad permite la construcción de una identidad propia para Latinoamérica porque la narración no se limita a ofrecer datos o describir algunos eventos históricos. Cuando hasta lo cotidiano se transfigura, se debe a que la narrativa ha sido apropiada por quien escribe la historia.
Cien años de soledad puede ser leída como anuncio para los habitantes de la región, a quienes ofrece tomar las riendas de su propia historia. Marca un antes y un después porque invita a que el mito y la ficción, que identifica a sus pueblos, nazca de ellos y no de perspectivas externas. Quizá la forma de ser nosotros consiste en escribir, por cuenta propia, los pergaminos de Melquíades.
Investigación:
Bárbara Martínez, Renata Martínez y Ana Paulina Góngora.
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