Image Not Found
Image Not Found
Image Not Found
Obra gráfica de la artista peruana Ximena Ameri. Imagen: Museos para la paz

“El museo que defendemos es el que propone conversaciones”: Diana Ordóñez Castillo

En tiempos en que los pasados dolorosos suelen quedar atrapados entre el silencio y el olvido, surgen preguntas urgentes: ¿puede un museo ser más que un recinto que expone piezas y colecciones? ¿Puede convertirse en un espacio vivo para reconocer la memoria, procesar el duelo y pensar la paz? Esa es la apuesta de Museos para la paz, un proyecto colombiano que redefine el sentido de lo museístico desde el sur global.

La iniciativa, impulsada desde la Universidad de los Andes, no se entiende como un edificio, sino como una práctica social. Su coinvestigadora principal, Diana Ordóñez, lo explica con claridad: “El museo que defendemos es el que propone conversaciones”. Desde esa idea, el proyecto tiende puentes entre la academia, las instituciones culturales, el Estado y, sobre todo, las comunidades que resguardan memorias de dolor y resistencia. Su propósito es claro: mirar de frente los pasados incómodos para imaginar futuros distintos.

La experiencia colombiana resuena con fuerza en el contexto mexicano. Ambos países comparten heridas abiertas por conflictos prolongados y por violencias estructurales que hunden sus raíces en la desigualdad y el despojo histórico. Al igual que en Colombia, donde se habla de “memorias largas y profundas” que se remontan a procesos históricos e imaginarios sociales, México enfrenta el reto de entender que su violencia actual no es un episodio aislado, sino la expresión de fracturas acumuladas durante siglos.

Cuando Ordóñez narra cómo las mujeres colombianas han encabezado el trabajo de la memoria —muchas veces sin reconocimiento, pero sostenidas por la solidaridad y la esperanza—, resulta inevitable pensar en las colectivas de búsqueda mexicanas, que, con pala y coraje, han hecho del duelo una forma de acción política y de amor.

Museos para la paz desmonta la idea del museo como espacio distante. En su lugar, reconoce los gestos cotidianos de memoria: un grafiti, la comida, el canto, una ofrenda o un memorial espontáneo con fotografías de desaparecidos.

Actualmente, el proyecto colombiano colabora en la elaboración de propuestas para reformar la Ley General de Cultura, con la convicción de que la memoria debe ser un eje fundamental en la construcción de la paz. Sobre este proceso y su alcance en América Latina dialogo con Diana Ordóñez en esta entrevista.

¿Cómo nace el proyecto de Museos para la paz?

Al principio teníamos un horizonte muy claro y sigue vigente: generar un diálogo sobre temas complicados, como el patrimonio doloroso y la gestión del pasado, lo cual sirve para crear un porvenir. Al mismo tiempo, sabíamos que estos diálogos se tienen que dar entre la academia, la institucionalidad estatal, la institucionalidad cultural, las iniciativas base y las iniciativas que están al cuidado de los patrimonios. El proyecto trabaja con una estrategia metamuseológica que busca generar puentes y espacios de diálogo para que se den conversaciones en torno a las memorias del conflicto, pero también sobre memorias largas y sobre procesos de construcción de paz. Por otro lado, Museos para la paz es una iniciativa de la Facultad de Artes y el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo de la Universidad de los Andes. Entonces, la interdisciplinariedad es uno de los ejes que nos ha conducido. Es un punto de encuentro entre iniciativas, disciplinas y  perspectivas teóricas que tienen en el centro la imaginación museológica, es decir que el museo es mucho más que unas vitrinas.

¿Cómo se podría definir el contexto del conflicto contemporáneo en Colombia?

Si bien la categoría de memoria histórica se ha instalado en el discurso y en la retórica académica en Colombia y en otros ámbitos, nuestra perspectiva no incluye solamente el conflicto armado interno. La perspectiva de Alexander Herrera, que es el codirector y coinvestigador del proyecto, nos hace tener en cuenta una mirada de la historia mucho más larga: los procesos de conquista, de extirpación de idolatrías, el racismo y el extractivismo –de recursos naturales y de la cultura–. Y uno de los aprendizajes que hemos tenido es que las comunidades o las personas que han utilizado la memoria como una herramienta de lucha política, entienden que la memoria no es solamente el conflicto armado, el cual, por supuesto, exacerba violencias, pero estas se sostienen por injusticias que tienen una historia muy larga: injusticias raciales, de clase, de género, exclusiones que no solamente se pueden circunscribir al marco histórico del conflicto armado. Por ejemplo, lo que pasa con las violencias hacia las mujeres, estas persisten incluso con el desescalamiento del conflicto después de haber firmado el acuerdo de paz con las FARC. Por eso, el ejercicio de memorias largas y profundas nos permiten ver la forma en que las violencias están enraizadas en los imaginarios sociales y no sólo asociadas con actores armados.

En relación con esta visión integral de la historia, ¿de qué forma definieron las etapas de su proyecto?

La primera fase nació como un ejercicio de diálogo, como la generación de espacios para plantear tres ejes temáticos: la muerte, la memoria y la musealización del conocimiento difícil. El tema de la muerte nos abrió muchos ejes de diálogo como los desaparecidos, los aparecidos, la relación de los cuerpos de agua o cómo los cuerpos de agua han sido parte de los actores que se involucran en las violencias. Por ejemplo, el rol de los cementerios, de los museos, de otro tipo de configuraciones materiales alrededor de la muerte. Vaciamos todas esas ideas, todas esas frases potentes y las convertimos en una exhibición itinerante, una exhibición pequeña y nos la llevamos a los lugares de origen de las comunidades que habíamos invitado, lo cual nos llevó a la segunda fase del proyecto: las itinerancias de esa exhibición. En todos los lugares a los que fuimos se dieron excusas para otro tipo de diálogos y conversaciones pendientes. Recuerdo que en uno de los módulos teníamos una pieza que era un cruce de hilos que se enredaban y siempre le preguntábamos a la gente qué pensaba. Una funcionaria de la unidad de búsqueda de personas desaparecidas nos dijo que los hilos eran el camino que recorren en la búsqueda de sus desaparecidos.

La tercera fase del proyecto fue una articulación interinstitucional que hicimos con el Museo Nacional en 2023. En esa fase, el rol de Museos para la paz fue funcionar como un articulador entre el Museo Nacional y otras iniciativas institucionales: el Centro Nacional de Memoria, el Ministerio de Defensa y el mismo Ejército Nacional. 

La cuarta parte del proyecto, que empezó en 2024 y se ha extendido todavía hasta 2025, es la sistematización de una cantidad de iniciativas que sabemos que están trabajando pero que quizá todavía no desarrollan una plataforma para plantear diálogos. Con todo esto, sumado a las relaciones interinstitucionales, se está migrando hacia la incidencia política, es decir, a la formulación de la política pública. Estamos colaborando en las mesas técnicas que están redactando la reforma a la Ley de Cultura y, particularmente, el capítulo de museos.

Image Not Found
Diana Ordóñez,  doctora en Estudios Interdisciplinarios sobre Desarrollo de la Universidad de los Andes, Colombia. Foto: Cortesía

Sobre las primeras dos fases, ¿cómo puedes describir algunas de estas experiencias que se recuperaron en los diálogos?, ¿qué recoges de todas esas interacciones con comunidades que se desarrollan en una realidad muy distinta a la que predomina en la zona urbana de Bogotá?

El interés sobre las mujeres o sobre, digamos, las mujeres como protagonistas de esas historias es un interés particular, un interés personal que surge desde mi experiencia como diseñadora. Soy diseñadora industrial de profesión y he trabajado con museos más de 20 años. Y bueno, el trabajo en los museos tiene que ver con los cuidados de las materialidades, por lo tanto, es un trabajo feminizado. Y al trabajar con iniciativas de memoria me di cuenta que también son las mujeres las que han liderado los procesos de memoria por muchas razones, en parte porque han sido los hombres las mayores víctimas mortales del conflicto armado y las mujeres han tratado de sobrevivir, de rearmar su vida, y la memoria se vuelve entonces una herramienta de lucha política. Y este trabajo que hacen las mujeres es un trabajo ingrato, precarizado y con falta de prestigio. Sin embargo, noto que en el fondo lo que articula estos trabajos de cuidado son la alegría, el amor, la solidaridad, la camaradería y la confianza en que hay un futuro pacífico posible y alcanzable. Por ejemplo, me conmueven los ejercicios que hacemos con la música porque se captura mucha alegría, pero también dolor, resistencia, rabia, indignación. Me estremece todo el tiempo, me llena de emoción la dualidad entre un profundo dolor y la resistencia constante.

En todas estas experiencias, ¿reconociste otras prácticas que se dieran entre las mismas comunidades para recuperar la memoria y para la construcción de la paz?

Una de nuestras apuestas es la problematización, que alude al ejercicio de la imaginación museológica. Quebrar los límites de la categoría “museos”. No solamente del imaginario dominante que tiene –este edificio con vitrinas empolvadas en las que generalmente se guardan patrimonios ajenos, expropiados, extraídos, reconfigurados–, sino de entender el museo como una práctica en sí misma, o como una práctica que articula a otras. En ese sentido, el museo que defendemos es el que propone conversaciones, el que es un lugar seguro para problematizar las memorias largas, las causas de las violencias y no solo se limita a la materialidad. Un día estaba en Montes de María haciendo un ejercicio con unos chicos de primaria, que quizá tenían entre 10 y 12 años. La actividad trataba sobre Derechos Humanos y yo les pregunté qué era un museo. Algunas de las respuestas se remitieron a lo clásico: es un edificio, es un lugar donde se guardan cosas, es una biblioteca. Pero en eso una niña me dijo: “un museo son las historias”. Y ese es el punto, las historias. Los museos son procesos. No son un fin o un límite, sino un ente vivo. Entender el museo como práctica es muy poderoso porque da cuenta no solamente de lo visible, sino que también contempla la red que se ha tejido alrededor de las personas, de los objetos, de los afectos, de los cuidados. 

Por ejemplo, en 2021, cuando Colombia experimentó un proceso de marchas, de movilización social muy fuerte, uno de los ejemplos más bonitos que quedaron fue el de las fotos que la gente se tomaba en los puentes vehiculares en los que estaban dibujados los rostros de personas que habían sido violentadas durante la represión de las manifestaciones. A eso lo llamaban museo de memoria, lo cual es un ejercicio de apropiación de la categoría “museo” que cobra un gran significado, porque es un museo sin paredes, es un museo que no está asociado a la idea letrada, blanca, eurocentrista, masculina, extractivista, sino que realmente surge de la necesidad de los jóvenes, de la gente que se siente indignada o que necesita expresarse de alguna forma. En ese sentido, el museo de nuevo da origen o permite prácticas como el graffiti, la comida, el canto, la no textualidad, es decir, desplaza de alguna forma el documento escrito para darle paso a cosas que son más efímeras, incluso inmateriales.

Hablabas de la visión a largo plazo, la visión histórica y transversal del proyecto. ¿Has observado el desarrollo de un diálogo intergeneracional?

Hay algo muy especial con la experiencia de Montes de María durante la segunda fase del proyecto. En las itinerancias que hicimos en una zona fuera del casco urbano instalamos una exposición en un colegio, en donde participaron chicos de primaria y de secundaria. Chicos como de 16, 18 y 19 años. A la par, teníamos una exhibición más pequeña del Mochuelo, es decir, teníamos las dos exhibiciones: la de Museos para la paz y la del Mochuelo, la cual en ese momento presentaba algo sobre una masacre que se dio en esa región, la masacre de Los Guáimaros. A pesar de que los chicos vivían ahí, esa fue la primera vez que escuchaban sobre el tema. A nosotros nos sorprendió que no estuvieran enterados de lo que había pasado. Y nos explicaba el equipo del Mochuelo que estas generaciones tienen una idea diferente de las victimizaciones, que no está asociada a estos cuadros de violencia tan masivos como las masacres. La diferencia en cómo se experimenta la violencia nos permitió ver que esos diálogos intergeneracionales están en deuda.

Otro caso que nos contó el mismo equipo del Mochuelo tenía que ver con un trabajo sobre cómo se recuperan los saberes de la agricultura, de la ecología y del cuidado ambiental que tienen las personas mayores y que le terminan enseñando a los niños más pequeños, ya que los adultos cayeron en el conflicto o fueron desplazados. Entonces, quedaron las puntas de las generaciones: los abuelos y los nietos, y los abuelos se están muriendo y los nietos no saben cultivar. Por lo tanto, el poner a hablar a las familias es un ejercicio para recuperar el conocimiento sobre cómo se siembra el maíz, cuándo se recoge, cómo se cocina. Insisto, tenemos la deuda de generar espacios de diálogo intergeneracional.

¿Cómo es el contraste entre las diferentes zonas, es decir, entre las áreas rurales y las urbanas de ciudades como Bogotá?

En Bogotá, en ese momento, el director del Museo Nacional era el profesor William López. A él le tocó estar en el cargo de la celebración de los 200 años del Museo Nacional y lo que el equipo planteó fue que en lugar de celebrar de una manera tradicional se invitara a una de las iniciativas museológicas comunitarias del país, entre las que se encontraba El Mochuelo. Y su nombre lo dice, es un museo itinerante, es un pabellón que viaja alrededor de la región de Montes de María, no tiene una sede fija. Por donde va instalándose empieza a abrir espacios para que la gente converse sobre cine, música, conocimientos ancestrales, agricultura y lucha campesina, entre otros temas. Y entonces la novena itinerancia no fue en Montes de María, sino que fue en Bogotá. La itinerancia se llamó El Vuelo del Mochuelo, de los Montes de María a Bogotá. El Mochuelo, por cierto, es un pajarito chiquito de la región de Montes de María y de los barrios de Bogotá. Era una manera de conectar el vuelo del Mochuelo en su sentido más literal. El pájaro que venía a Bogotá, pero que también recogía las historias de la región del Mochuelo, que está por Montes de María. El museo itinerante en la sala temporal del Museo Nacional estuvo alrededor de tres o cuatro meses y fue algo bien interesante porque puso en diálogo realidades bien complejas, particularmente sobre la estigmatización a la que han estado sometidas tantas regiones en Colombia. Montes de María, como otras zonas, han sido llamadas las manchas rojas del país. ¿Por qué? Porque han sufrido enormemente las consecuencias del conflicto armado. Ese ejercicio de estigmatización generó un conflicto entre hermanos, se convirtió en una guerra fratricida en la que vecinos terminaron enfrentados porque aparentemente uno era de un grupo y otro era de otro grupo. Entonces, se problematizó esta relación de centro-periferia y la idea de Bogotá como ciudad ajena al conflicto o que ha entendido que las urbanidades están despegadas de las ruralidades y son ajenas al conflicto, cuando en realidad no. De nuevo: lo que sostiene al conflicto es una misma estructura de injusticias. Una investigadora de Montes de María me señaló una dualidad muy compleja: así como Montes de María es un referente cultural por el surgimiento de la cumbia y el sombrero vueltiao –tan famoso que recorre a Colombia en todas las inauguraciones de los Juegos Olímpicos–, después es señalado y estigmatizado como la mancha roja.

¿Qué está aportando Museos para la paz en la discusión en torno a la nueva Ley de Cultura?

En este momento en realidad lo que hay es una reforma a la Ley de Cultura y en esta buscamos que el capítulo de museos llegue lo más fortalecido posible. Ha sido difícil porque requiere problematizar esta idea del museo como una institución vetusta, jerárquica, elitista y reconocer su capacidad política, su rol en la construcción de paz, el rol tan fundamental que tiene en la justicia. Sin embargo, hay que desarrollarla conceptualmente y eso es complejo y lleva tiempo. Al final, se tiene que permear al Poder Legislativo y a los tomadores de decisiones y para nadie es un secreto que la cultura no es prioridad en la política pública.

México y Colombia, la cultura que nos une es un proyecto colaborativo entre la Agencia Informativa UDEM y Radio UDEM.

Con el objetivo de motivar la participación ciudadana y para garantizar un tratamiento informativo adecuado frente a los contenidos presentados, los invitamos a escribir a agencia2@udem.edu en caso de dudas, aclaraciones, rectificaciones o comentarios.

Scroll al inicio