Crónica culinaria: la batalla de los sexos también se libra en la cocina
Por: Gisela Cuadros
Jamás imaginé que incluso en un mundo que parece atribuirse siempre a la mujer, los hombres también dominan. ¿Quién diría que la desigualdad de género también se combate desde la cocina?
Es sábado por la mañana. El viento helado besa mis mejillas al bajar del coche. No recuerdo la última vez que el invierno llegó desde noviembre a la ciudad de Monterrey. Es el clima perfecto para encender el horno, poner villancicos navideños de fondo y meter las manos en la masa. No suelo madrugar en días de descanso por decisión propia, pero toda la semana esperé con ansias este día. Apenas sonó la alarma del celular y a la primera salté de la cama.
En la escuela doy los buenos días a la recepcionista. “¿Cuál es tu nombre?”, me pregunta. Después de revisar la lista y encontrarlo, saca de un cajón una bolsa de tela naranja, me la entrega y me pide que atraviese la puerta para tomar asiento en las bancas de madera, y esperar que el chef venga por mí. ¿El chef? Juré haber leído que las clases me las daría una mujer.
Cruzo la puerta y a mi lado izquierdo está un pasillo lleno de cuartos, uno tras otro, con frases de vinil pegadas a la pared que no alcanzo a distinguir. Frente a mí, la recepción resguarda a unas cuantas personas. Algunas platican entre ellas. Otras miran las pantallas de sus celulares para revisar si encuentran algo distinto a cuando las revisaron hace veinte segundos. “Buenos días”, saludan varios mientras busco un lugar entre las bancas. Del pasillo sale un hombre robusto y barbudo, de esos que juras que le darían el papel de motociclista en una película de acción. “Los del curso de mixología, síganme por favor”, dice para después regresarse al pasillo, pero ahora con cinco personas detrás de él. No pasa más del minuto, cuando otro hombre aparece en la habitación, vestido con el típico uniforme blanco, y se dirige al grupo para hacerle una pregunta: “¿Quiénes vienen al curso de panadería?”. Unos cuantos se levantan de sus asientos tímidamente y acompañan al chef para desaparecer en el pasillo. Los minutos pasan y la sala se queda cada vez más vacía cuando distintos hombres aparecen para convocar a sus estudiantes con anuncios minimalistas: “Cocina italiana”, “Grill”, “Repostería”, “Pizza”.
Aún quedamos cinco personas en la recepción, cuando de pronto aparece un hombre con uniforme negro, con expresiones bastante joviales comparadas con las de los previos chefs. “¿Quién viene al curso de repostería navideña?”, pregunta. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, las cinco mujeres restantes en la recepción nos levantamos de inmediato en sincronía. Mientras caminamos detrás del chef, recorremos el pasillo que guarda los salones en los que sucede toda la magia. Dentro de cada habitación, una cocina es testigo del aprendizaje de decenas de personas. Mientras camino, miro a través de las ventanillas de cada puerta y en todas observo un común denominador que me llama la atención: solo hombres exponen frente a los grupos de personas… solo chefs hombres.
Quizá pequé de prejuiciosa, pero esperaba ver mujeres enseñando sobre gastronomía y repostería. Jamás imaginé que incluso en un mundo que parece atribuirse siempre a la mujer, los hombres también dominan. ¿Quién diría que la desigualdad de género también se combate desde la cocina? En la actualidad, menos del cuatro por ciento del total de chefs con tres estrellas Michelin es mujer. En el listado británico de los mejores restaurantes alrededor del mundo, 50 Best, solamente los establecimientos de tres mujeres fueron incluidos; mientras que otras tres compartieron el honor con alguna figura masculina, amigo o esposo. Además, sólo en México, las mujeres reciben 28 % menos del sueldo que los hombres en los mismos puestos de cocina.
Sigo caminando junto al grupo detrás del chef, por unos segundos más, hasta que por fin llegamos al último salón del pasillo. Entro en él y los colores que predominan son el beige y el plateado: el primero cubre las paredes, el techo y el piso de la habitación; y el segundo los instrumentos culinarios, desde la estufa hasta los tazones para colocar los ingredientes. Dos mesas rectangulares de acero están acomodadas en la primera mitad de la cocina; mientras que la estufa, el horno, el refrigerador y los lavabos abarcan la otra mitad.
Al terminar de escudriñar mi alrededor, dos mujeres entran a la habitación vestidas con sus uniformes de chef. La primera porta una filipina blanca, con un trapo fajado del mandil blanco que cubre sus piernas a la altura de sus espinillas, y unos pantalones mascota con zapatos completamente negros sin agujetas. La joven tiene una sonrisa de oreja a oreja, y detrás de sus anteojos de contorno rosado se distinguen sus ojos grandes y redondos. La segunda, entra con una apariencia más tímida, como si quisiera pasar desapercibida. Ella igual porta el mismo uniforme que su compañera, pero su cabello se esconde detrás de un gorro blanco y alto.
El chef se presenta y nos comparte un poco de su trayectoria profesional. Escucho con atención, pero a la vez no puedo dejar de preguntarme por las jóvenes. ¿Son estudiantes?, ¿son las sous-chef?, ¿ellas también nos enseñarán sobre repostería navideña? Mis preguntas se responden a los pocos minutos. “Quiero presentarles a Natalia y a Teresa. Ellas me estarán apoyando durante el curso. Pueden hacerles preguntas y también pueden pedirles ayuda. Son estudiantes del Instituto. Aún están aprendiendo pero igual ya conocen bastante bien la cocina”, dice el chef que -ahora ya lo sé- se llama Miguel.
Comienza la acción: las batidoras baten, los hornos calientan, las miserables raspan los tazones, los rodillos extienden la masa, el chef explica y Teresita y Natalia asisten. Miguel enseña la función de cada ingrediente en las recetas y la manera en la que se deben preparar, mientras que las jóvenes alistan cada ingrediente con la cantidad necesaria, lavan los trastes que van desocupándose y salen y entran de la cocina para traer los materiales necesarios del almacén. No paran: preparan, lavan, traen y llevan. No paran y tampoco pierden la actitud de disposición: “Sí, chef”, “enseguida, chef”, “¿para qué sirve este ingrediente, chef?”. Ayudan y aprenden al mismo tiempo.
En el año 2017, el 53 % del alumnado del nivel superior de la carrera de gastronomía fue mujer, y el 47 %, hombre.
En la cocina profesional predominó por muchos años la presencia de hombres que lideraban este espacio, mientras que la mujer creaba y se desenvolvía desde la cocina del hogar. El estudio La representación de las mujeres en la sociedad, realizado por la ONU, afirma que el género femenino enfrenta desafíos muy grandes cuando ingresa al negocio de los restaurantes, entre ellos, los horarios de trabajo extensos, impredecibles e inflexibles, políticas familiares y de cuidado poco amigables, y bajos salarios. Sin embargo, en los últimos años, cada vez más chefs mujeres incursionan en cargos de altos mandos dentro de la cocina e incluso estas se han convertido en creadoras de negocios exitosos. De acuerdo a datos de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior de México (Anuies), en el año 2017, el 53 % del alumnado del nivel superior de la carrera de gastronomía fue mujer, y el 47 %, hombre. Estas cifras aumentan poco a poco con el paso de los años. El crecimiento femenino que se ve en las nuevas generaciones estudiantiles permite proyectar más fuerza laboral de mujeres que en un futuro podrán llenar estos lugares en las altas cocinas.
Natalia, la joven regiomontana de 19 años que estudia la carrera Técnica en Artes Culinarias en el Instituto Culinario Monterrey y apoya en los talleres sabatinos como parte de su servicio becario, cuenta que en la carrera técnica, tanto maestros como maestras chefs la han formado y guiado en su aprendizaje. “Todos los martes, miércoles y viernes mis clases me las dan chefs mujeres. Mientras que los lunes y jueves tengo maestros hombres”. Los hoyuelos de sus mejillas se realzan cada vez que habla.
“Mi plan es hacer mi propio negocio. Quiero tener un restaurante de comida mexicana en el extranjero, en Estados Unidos. Ese es mi sueño. Me gustan mucho las dos cocinas, la salada y la dulce, pero me gusta que la salada tiene más procedimientos, tipos de cocción, se juega un poco más con la intuición.
“He estado aprendiendo tanto sin darme cuenta. En mi casa ya estoy aplicando todo lo que veo aquí en la escuela. Temperaturas, cortes, procesos y demás; ya los hago en automático. En mi casa se quedan muy sorprendidos con todo lo nuevo que hago y con los términos que hablo”.
Natalia, aquella joven que entró tímidamente al salón al principio de la sesión, habla de su plan de vida con la seguridad de una persona que no necesita ningún tipo de examen para determinar su orientación profesional.
“Prende las luces Diana, por favor. Porque por fuera podría parecer que el local está cerrado”, dice Sofía, mientras limpia la barra de madera con un trapo húmedo. Su negocio se dedica a la venta de gelatos y sorbetes preparados artesanalmente. Colores como el beige, el rosa pastel y el azul predominan en el espacio, que se ilumina por dentro gracias a los vitrales que se extienden del suelo hasta el techo. Del lado derecho del local está Diana, una joven vendedora, así como el mostrador que resguarda una gran variedad de gelatos y sorbetes en pintas. Sobre la barra detrás de este, reposan los vasitos de cartón y los conos de un color dorado que revela lo crujiente que está la galleta. Del lado izquierdo está la pequeña barra de madera, con cinco bancos redondos, ahora limpios gracias a Sofía. Y en el centro al fondo del local, están unas gradas de madera, con la frase “Haz feliz cualquier momento” escrita en cursiva sobre la pared.
Sofía Vélez es la creadora y directora del negocio que fundó hace nueve años, con tan solo una maquinita que podía hacer un litro de gelato al día. Hoy, con cinco sucursales operando en la zona metropolitana de Monterrey y distribuyendo los sabores de gelato en distintos puntos de venta en más de 10 estados de la República mexicana, Sofía, de la mano de un gran equipo de trabajo, produce cientos de litros al día.
“El helado siempre fue parte muy importante de mi vida. En Colombia se acostumbra mucho a comer pastel acompañado de helado. En los cumpleaños siempre había pastel y helado; los aniversarios de mis papás los celebrábamos con pastel y helado. Y cuando nos mudamos a México y empecé a probar lo que vendían, nada me encantó. Entonces, en la primera Navidad que pasamos aquí, le pedí a mis papás una maquinita casera y con esa hacía el helado que consumíamos en casa”.
Gracias a una beca, Sofía se fue a estudiar la carrera de Comunicación a la Ciudad de México, en donde pasó horas y horas en la cocina por su servicio becario de residencia. En una conversación con su papá, se dio cuenta que lo que más le apasionaba era crear y estar en la cocina, por lo que decidió estudiar la Licenciatura en Gastronomía en el Instituto Culinario de México.
Mientras me cuenta su experiencia, Sofía mira con sus ojos verdes al aire, como si intentara reconstruir con sus recuerdos lo que me cuenta: “Cuando me gradué empecé a buscar trabajo y mandé muchísimas cover letters, no me acuerdo cuántas, más de cincuenta y nada. Entonces comencé por mi cuenta a hacer servicio de catering. Era algo muy esporádico, pero de poquito a poquito ya estaba trabajando mientras seguía buscando oportunidades y descubriendo qué era lo que yo realmente quería”.
Quienes primero confiaron en el talento de Sofía fueron un matrimonio de la Ciudad de México. Ellos iban a abrir un negocio y la buscaron para que ella fuera la chef. La idea inmediatamente le encantó, pues pudo poner en práctica todo para lo que se había preparado: hacer desde cero el menú de la cafetería, buscar los insumos, hacer el costeo y administrar una cocina. Trabajó en el negocio aproximadamente un año y medio, hasta que tomó la decisión de comenzar uno propio.
“Empecé a pensar: bueno, si yo le metiera toda esta energía, toda esta pasión y todo este trabajo a un negocio propio, lo podría sacar adelante”.
Tomó todos sus ahorros y se fue a la Gelato University, en Bologna. En Italia adquirió los conocimientos sobre lo que ella siempre quiso hacer con los helados que preparaba con su maquinita casera. Regresó sin un peso y comenzó a regalar gelato a sus familiares y amigos, preparados con la máquina que producía un litro al día, en la casa de sus papás.
“En una ocasión que me encontraba con varios chefs de Monterrey, uno me preguntó qué hacía. Pensé: ‘aquí es, esta es mi oportunidad’, y le dije que hacía helados personalizados para restaurantes. Claro que le mentí, yo seguía teniendo la misma maquinita casera que me habían regalado hace años en Navidad, pero yo estaba buscando que me dieran una oportunidad”.
Lo que muchos llamarían una “mentira piadosa” se convirtió en la llave que Sofía necesitaba. Uno de los chefs, Toño, la contrató para ser la proveedora de los helados de su restaurante, y gracias a ese trabajo pudo hacerse de la maquinaria que necesitaba. A partir de ahí más restauranteros la empezaron a buscar.
“Yo me la pasaba casi 18 horas pegada a las máquinas. No sé de dónde sacaba tanta energía, pero me levantaba a las cuatro de la mañana para hacer rendir el día, poder ir a entregar los pedidos, cobrar e irme por más ingredientes a la central de abastos”.
En medio de la plática me doy cuenta de que estoy sonriendo, que por unos minutos las líneas que separan a la periodista y a la fuente se difuminan. Retomo mi rol y el tema.
“No es novedad que esta es una industria súper masculina. Los hombres dominan toda la escena gastronómica. Nunca me he sentido rechazada por ser mujer, pero sí en ocasiones no sabía si me buscaban porque les interesaban mis productos y mi proyecto, o porque les interesaba yo. Eso sí llegó a ser muy incómodo porque luego ahí nada más me querían tener y me decían, ‘sí me interesa, ven a hacer una degustación y vamos a hacer una prueba’, y luego no llegaban a nada, pero querían seguir en contacto conmigo en otro plan”.
A pesar de esto, Sofía asegura que ha sido muy afortunada a lo largo de su carrera, pues gracias a la autenticidad con la que le gusta vivir, ha logrado entablar relaciones con personas en la industria, y se ha sentido muy apoyada en el proceso.
Teresita de Jesús Rodríguez, una de las estudiantes que aprende y asiste al chef Miguel, estudia la carrera de Licenciatura en Administración Culinaria. Su rostro es el de una persona que le da confianza a cualquiera: cada expresión en su cara emite carisma, y detrás de sus anteojos grandes y del contorno rosado, se esconden unos ojos que invitan a conversar con ella. Durante todo el curso de repostería navideña, Teresita ha estado de un lado a otro, no solo apoyando al chef en lo que sea que necesite, sino también es una estudiante más en la clase. “¿Qué es la pectina, chef?, ¿qué hace?, ¿en qué se diferencia de la grenetina?”, pregunta con una curiosidad contagiosa. Eleva la energía de la habitación con su presencia.
“Sí me interesa la cocina, pero mi tiro es la administración. Quiero llegar a saber lo que estará pasando en la cocina de mi restaurante. Yo quiero crear el menú, pero también liderar y controlar otros aspectos. Por eso me interesó estudiar esta carrera, porque mezcla lo práctico con lo administrativo. Me gusta mucho lo que hago”.
Su sueño es poner una cafetería en su ciudad natal, Acuña, Coahuila; y que esta sea un espacio en el que los clientes puedan ir y comenzar sus días desayunando platillos deliciosos, acompañados de un buen café.
Al preguntarle por sus profesores, Teresita confirma que la Licenciatura en Administración es mayormente impartida por hombres e, incluso, los jóvenes que la estudian son en su mayoría hombres, a comparación con la carrera técnica. “De las siete materias que ahorita llevo en el tetramestre, solo tengo a una chef como maestra; e igualmente en casi todas mis clases somos de dos a tres mujeres en comparación con 10 hombres”.
Sin embargo, Teresita ha encontrado en las mujeres un apoyo en su formación académica. Las pocas chefs que han sido sus maestras le han brindado un espacio de confianza y aprendizaje. Los maestros hombres, por su parte, pueden llegar a ser muy duros, mientras que las mujeres en la cocina tratan a sus estudiantes de una manera más cálida y paciente.
Frunce sus cejas al hablar sobre sus planes a futuro: desea estudiar, aparte de Gastronomía, la Ingeniería en Gestión de Empresas; para prepararse aún más en administración de negocios, específicamente de restaurantes, así como hacer prácticas. A pesar de reconocer que las cocinas son ambientes difíciles y pesados, ella desea forjar carácter y aprender todos los aspectos que conforman un negocio de comida, para estar lo más preparada posible y lograr su sueño.
Patricia Rivera es la cofundadora de una cafetería en Mazatlán, Sinaloa y está en la Licenciatura en Gastronomía en el Instituto Culinario de México. Las mujeres en su vida también han sido parte primordial en su camino como gastrónoma. Siempre admiró la cocina de su abuelita, quien le enseñó con el ejemplo desde pequeña el amor por la preparación de los alimentos. Su mamá también ha sido pieza fundamental en el desarrollo del negocio. La cocina es algo que le encanta desde pequeña. Sus recuerdos más tempranos la remiten a los tiempos en los que jugaba con sus amigas a la cocina y repostería cuando se reunían después de la primaria.
“Todos los productos que ofrecemos están inspirados en la repostería italiana. Desde el café hasta los platillos de desayuno, están inspirados en Italia, incluso el café que servimos viene de Nápoles. Mi mamá siempre tuvo el sueño de tener su cafetería, ella es abogada, y a las dos nos encanta Italia; entonces en pandemia decidimos abrir el café”.
Desvía su mirada apenada al hablar. Al terminar cada oración, aprieta un poco sus labios, enfatizando su timidez. Ahora, apunto de inaugurar una nueva sucursal, situada en una zona turística y céntrica en Mazatlán, Paty está lista para terminar sus clases y regresar a su ciudad natal para continuar apoyando a su mamá en el negocio. Creó desde cero el menú de la cafetería, con la ayuda de Pascuale, un napolitano que se dedica a abrir restaurantes con temática de Nápoles en Alemania.
“Yo quise abrir un café porque siento que es un ambiente más agradable. A lo que yo he visto, en mi experiencia, muchas mujeres se inclinan a abrir negocios más de este estilo, porque el ambiente de una cocina de restaurante puede llegar a ser muy pesado. Las brigadas de cocina de hecho fueron creadas por un militar, y siento que ha perdurado esa cultura. Aunque claro que también hay mujeres que les encanta estar en ese tipo de cocinas. Es cuestión de la personalidad y los gustos de cada quien”.
Galletas de s’mores, de jengibre, linzer y biscottis de arándano llenan el molde de unicel que nos dieron Natalia y Teresita. Todas perfectamente doradas y con solo verlas y olerlas, sientes la boca salivar más de lo normal.
“Espero que la hayan disfrutado igual que yo. Nos vemos el próximo sábado para aprender a preparar más recetas”, dice el chef Miguel con su mandil negro, más sucio que cuando comenzó la clase, resultado del contraste de la harina blanca espolvoreada en este.
Me preparo para volver a salir al frío, abrigándome con mi sudadera gris y afelpada, y me despido del chef y de las mujeres de la habitación. Salgo de la cocina para dirigirme al mismo pasillo por el que entré al principio de la sesión. Ya el resto de los cursos también concluyeron y veo en las ventanillas de las puertas de los distintos salones a los chefs preparando sus cosas para salir. Unos cuantos estudiantes del instituto salen y entran de las cocinas para regresar los ingredientes sobrantes y los utensilios al almacén. Veo en su mayoría hombres, pero como Teresita y Natalia, también hay unas cuantas mujeres con sus filipinas y sus gorros blancos que preparan todo para dejar los espacios listos para quien los use próximamente.
Camino por el pasillo y voy leyendo las frases pegadas con vinil en sus paredes, todas en color negro y naranja. Antes de llegar a la recepción y posterior a la puerta de salida, leo la frase pegada al final del pasillo: ”La mejor receta es la pasión”.