El rol del Estado en la creación de dinámicas de consumo cultural
La cultura es uno de los conceptos más complejos de categorizar. No importa qué tan apasionante sea la tarea de investigar y hacer del concepto un laberinto. Mientras la Unesco determine el “significado universal”, tendremos un poco de certeza.
El mundo gira –aseguran– alrededor del cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Unesco considera crucial la salvaguardia y promoción de la cultura como fines y como medios para su consecución. En otros términos, dicen que la cultura puede ayudar a lograr ciudades seguras y sostenibles, fomentar el crecimiento económico y el trabajo decente, reducir la desigualdad, detener la degradación del medioambiente, lograr la igualdad de género y promover sociedades pacíficas e inclusivas.
Por lo mismo, el rumbo de la política cultural pública debería estar encaminada a perseguir estos objetivos. Sin embargo, el discurso global de “acceso a la cultura” supone ya de por sí la existencia de barreras que impiden el acceso a este derecho. Valdría la pena, entonces, entender a qué nos referimos con “accesos”.
Pareciera que hoy día a escala internacional, nacional y local se ha abandonado la definición de cultura como una que interpela directamente a las Bellas Artes, para pasar a hablar de derechos culturales, reconocimiento e interculturalidad. Tiene sentido, no podríamos hablar de un acceso a la cultura si no tomamos en cuenta que es un componente intrínseco del ser humano, que se apropia, adapta y resignifica a través de signos y símbolos cotidianos; pero, ¿quién garantiza este acceso? ¿Acaso en el enunciado no encontramos una suerte de candado o permiso para ejercer un derecho?
Aunque en el discurso público suene a que las políticas estarán encaminadas al reconocimiento y celebración de las identidades culturales, no dejan de existir prácticas enfocadas en proyectar a la cultura como referente de consumo y entretenimiento, que muy poco tiene que ver con los objetivos antes planteados.
Garantizar el acceso a la cultura es complejo debido a que los canales o vías de acción no están claramente definidos. Articular algunas necesidades de la población y crear preocupaciones para después traducirlas a derechos culturales o a políticas públicas, no es suficiente, a menos de que sólo se pretenda detonar deseos de consumo que nadie sabía que necesitaba.
Este enunciado supone la adquisición de “cultura” en tanto el Estado y las organizaciones gubernamentales tienen la capacidad de “otorgarla” a la población. Sin embargo, en este laberinto discursivo, se omiten temas como el acceso a bienes y servicios culturales, aprovechamiento y fortalecimiento de infraestructura cultural y la solidificación de una política cultural pública.
Esto no es nuevo. Pensar la cultura como algo a lo que se accede o se tiene, se adquiere y se compra es un modus operandi muy particular que se gestó a partir de los años noventa con el auge de las políticas neoliberales y, muy particularmente, el trato de la cultura como un recurso económico para solventar las crisis de los estados-nacionales.
El Estado no opera de manera tan distinta al mercado; al contrario, desde el aparato estatal también se crean problemáticas que se venden como necesidades y deseos a la población, y que interpelan al entretenimiento como única forma de hacer y ejercer la política cultural. Eso que llaman acceso a la cultura poco toma en cuenta las necesidades de la diversidad y el involucramiento de distintos sectores sociales en la conformación de iniciativas que sean pertinentes.
En este panorama ¿hacia dónde va México y el estado de Nuevo León?, ¿será posible lograr que la cultura sea transversal en las políticas públicas? o ¿seguiremos adquiriendo necesidades imaginadas? Necesidades imaginadas a las que llaman “acceso a la cultura”.
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