¿Qué valor tiene la Constitución en México?
El 15 de septiembre pasado se publicó la reforma a la Constitución que, entre otras cosas, instituyó un nuevo modelo para la designación de personas juzgadoras en México. Hasta hace poco, la mayoría de los cargos de jueces, juezas y magistraturas eran ocupados por medio de concursos de oposición a lo largo de una carrera judicial de muchos años; por su parte, los y las Ministras se designaban por el Senado a propuesta del Presidente. Ahora, todos esos puestos judiciales serán nombrados por el voto popular en dos jornadas electorales a celebrarse en 2025 y 2027. Esto implicará la remoción de cerca de mil 700 personas juzgadoras del Poder Judicial Federal.
Desde la aprobación de la reforma judicial, el país ha sido testigo de un conflicto político que ha incluido marchas, paros laborales, declaraciones incendiarias de ciertos legisladores, posicionamientos contrarios al Poder Judicial de parte de la Presidenta, así como sentencias de amparo no cumplidas, entre otros sucesos. Todo esto evidencia lo que algunas personas, incluso Ministros de la SCJN, llamaron crisis constitucional.
El martes 5 de noviembre, la Suprema Corte de México sesionó para conocer un proyecto de sentencia en donde uno de sus integrantes –González Alcántara– propuso a sus colegas dejar sin efectos la reforma constitucional judicial. Días antes, el 31 de octubre, se realizó una nueva reforma a nuestra Ley Fundamental, llamada de “supremacía constitucional”, para establecer expresamente que la Corte Mexicana no está facultada para revisar cambios constitucionales.
Antes de preguntarnos si la Suprema Corte tenía facultades para revisar una reforma constitucional, como sociedad deberíamos preguntarnos qué es para nosotras una constitución. ¿Puede el órgano reformador de la Constitución mexicana cambiar todo lo que desee solamente por tener las mayorías electorales suficientes? ¿Quién custodia a las mayorías coyunturales que han reformado nuestra Constitución en más de 750 ocasiones desde su expedición?
Es cierto que de manera expresa en la Constitución no existía una norma que claramente otorgara la facultad a la Suprema Corte de Justicia de la Nación de revisar una reforma constitucional. De hecho, las decisiones previas de la SCJN fueron erráticas hasta inclinarse por la improcedencia de la revisión de una reforma constitucional. Sin embargo, los ejemplos de cortes constitucionales que en otros países han analizado este tipo de problemas generalmente se basan, más que en una norma expresa, en los principios del constitucionalismo democrático, conforme al cual el órgano revisor de la constitución también está sometido a límites, sean expresos o implícitos.
La complejidad para que pueda existir una resolución en el conflicto entre el Poder Legislativo reformador de la Constitución y la Corte Suprema mexicana es que ambos poderes hablan desde lógicas democráticas de distinto signo: el primero, desde la legitimidad que le otorga una mayoría electoral innegable; y el segundo, desde la legitimidad contra mayoritaria de la reflexividad e imparcialidad que le brinda directamente la Constitución y los valores que debe proteger. Es decir, uno dice que no tiene límites para modificar la Carta Magna porque los votos le dan esa encomienda; mientras que el otro defiende que el legislativo debe someterse a la Constitución, porque en ella hay principios y valores que deben protegerse incluso, o sobre todo, de las mayorías políticas coyunturales.
La solución pasa porque todas y todos respetemos y valoremos nuestra Constitución. Requiere también que las mayorías asuman y ejerzan el principio democrático de la deliberación y, además, vivan el valor republicano de la autocontención. Desafortunadamente, la nueva reforma llamada de “supremacía constitucional” da testimonio de todo lo contrario.
Ahora que la Suprema Corte no logró invalidar parcialmente la reforma judicial; levantado el paro de labores en el Poder Judicial Federal; integrados los Comités de Evaluación –responsables de analizar y proponer las candidaturas–, en algunos casos con personajes abiertamente partidistas como Arturo Zaldívar; y en marcha un proceso electoral extraordinario cuyo costo podría ascender a 13 mil millones de pesos, la vía del diálogo democrático y de auto contención republicana parecería estar agotada.
Con ello, muy probablemente solo restaría el camino jurídico de la protección regional de los derechos humanos. Sin embargo, la pregunta es si ante una eventual condena internacional del Estado mexicano, el grupo en el poder la respetaría. Me inclino a pensar que no lo haría, abriendo con ello una grieta más en el bloque de constitucionalidad mexicano, porque, aunque no lo quieran aceptar, los tratados de derechos humanos también son nuestra Constitución.
En última instancia, con preocupación observo que el tema principal de este conflicto es, más bien, el valor que damos a la Constitución en México.
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