Explosión de una pipa en Iztapalapa: una reflexión


Samuel Perez Moreno
Por: Samuel Pérez

Las ciudades no se derrumban de un día para otro ni por una sola tragedia. Se caen a pedazos cuando ignorar las señales de alerta se convierte en una actitud institucionalizada. Se desmoronan cuando la desidia con que se atienden las zonas más pobres permanece intacta, como si hacerlo fuera un asunto de menor importancia y sus habitantes no merecieran un trato digno.

El reciente accidente de una pipa en Iztapalapa, que dejó al menos cinco personas muertas y más de una docena de heridos, es el resultado de una larga cadena de omisiones. Se ha mencionado que la explosión ocurrió después de que la pipa presuntamente cayera en un bache. Las autoridades —siempre rápidas cuando se trata de negar su responsabilidad en sucesos de esta índole— salieron a declarar que “no había tal bache”. Sin embargo, los vecinos, los testigos, dicen otra cosa. Y aunque el gobierno quiera aferrarse a tecnicismos, lo cierto es que la vialidad estaba en malas condiciones.

El mayor problema es que no se trata de un caso aislado. Unos días después, como si de una confirmación divina se tratara, en la misma alcaldía un camión cayó en un socavón provocado por una fuga de agua. De manera similar, el problema era visible y varios reportes habían sido realizados, pero no recibieron atención. ¿Resultado? Daños materiales, un conductor lesionado y una vialidad colapsada. La alcaldía y el sistema de aguas se pasaron la bolita. Nadie asume. Nadie repara. Nadie previene.

Cabe destacar que no toda la ciudad se encuentra en el mismo estado. Estas condiciones prevalecen, ante todo, en las colonias pobres, donde no hay hoteles de lujo, plazas comerciales ni restaurantes con terraza para turistas. En Iztapalapa, como en tantas otras zonas marginadas, el abandono institucional es la norma. El bache no es un accidente: es un síntoma. Y el socavón no es una sorpresa, sino una consecuencia.

Lo verdaderamente trágico ni siquiera es la explosión en sí misma, sino aquello que la precede: la costumbre de pasar por alto los reportes vecinales, la falta de mantenimiento, los presupuestos que nunca llegan, la opacidad en los contratos y la corrupción disfrazada de austeridad. Al dejar de lado las fugas de agua, minimizar los hundimientos e ignorar los reportes ciudadanos, se firma —con cada omisión— el acta que garantiza una tragedia futura. Y mientras las autoridades posan para las fotos y se deslindan de cualquier responsabilidad al culparse unas a otras, quienes asumen las tragedias siguen siendo las mismas personas: trabajadores, madres, niños, choferes. Ciudadanos que tenían planes, nombres y familias. No les correspondía morir, pero tuvieron el infortunio de habitar una ciudad que prioriza las apariencias sobre la seguridad.

Lo único que se cumple sin falta son los protocolos y formalidades discursivas: comunicados, tuits oficiales, los “profundos lamentos”, los peritajes técnicos y las notas en los noticieros. Palabras y mensajes se redactan con urgencia. Urgencia que estuvo ausente en el momento en que debía taparse un bache o detectarse a tiempo una fuga. No fue el caso. Que lo urgente ahora, por lo menos, no sea preparar los lamentos, sino prevenirlos.

Esta opinión no fue escrita con el objetivo de polarizar. Es un llamado a abrir los ojos ante lo verdaderamente peligroso, que no es el gas, el agua o el asfalto. El peligro está en negar la negligencia sistemática que permite la repetición de eventos como los mencionados en esta columna. Esa negligencia no explota una sola vez: se reproduce cada día, en cada esquina olvidada.

Es momento de voltear a ver las colonias que nunca salen en la postal turística: las que arden, se inundan o se hunden sin que nadie mire. Porque si seguimos normalizando el abandono, la ciudad no explotará por una fuga de gas, sino por una fuga de responsabilidad.

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