Las amenazas de Trump: ¿indicio del declive estadounidense?


Jacobo Molina
Por: Jacobo Molina

Desde que asumió la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump se ha dedicado a amenazar a diestra y siniestra. Aún no han transcurrido dos meses desde que regresó a la Oficina Oval, pero ese breve lapso de tiempo le ha bastado para vociferar, con la descarada prepotencia que lo caracteriza, toda clase de amenazas. Un día dice que el ejército estadounidense debería de ingresar a México para “combatir a los cárteles” –nótense las comillas– y que desea anexionarse Canadá y Groenlandia; luego amenazó con aranceles a México, Canadá –otra vez–, China y, coyunturalmente, a Brasil, España y Colombia. Por si fuera poco, él y sus allegados han advertido que tienen la intención de abandonar la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). 

Ah, casi olvido el par de cerezas sobre el pastel: primero, amagó con enviar tropas estadounidenses a la Franja de Gaza, donde hoy las viviendas se encuentran reducidas a escombros por obra de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), y sugirió cínicamente la idea de convertir la zona en un complejo turístico; y, en segundo lugar, humilló a Volodímir Zelensky –presidente de Ucrania– frente a las cámaras, a tan solo unos días de haber acordado con Rusia el reparto de algunos recursos naturales, así como la cesión de territorios, para terminar con la guerra. Claro, el supuesto acuerdo fue firmado por Rusia y Estados Unidos… en Arabia Saudita, y sin representantes de Ucrania en la reunión.

En fin, estas han sido solo algunas joyitas de la más reciente estrategia de la diplomacia trumpista. No obstante, llama mi atención que muy pocas de estas amenazas han funcionado, sobre todo si juzgamos su éxito con base en su demanda inicial. Sí, en ocasiones los líderes de otros países se ven orillados a ceder en algunos aspectos. A nadie debería sorprenderle la extradición de 29 narcotraficantes a Estados Unidos, entre ellos Rafael Caro Quintero, quien apenas fue recapturado: algo así como un pequeño dulce, entregado por México, para calmar los berrinches de un niño desesperado. Al fin de cuentas, Estados Unidos sigue siendo, de facto, una superpotencia. En algo hay que ceder, pero ante toda cesión uno espera algo a cambio, incluso si se trata de una superpotencia. Nadie llega a buen puerto estirando la mano y devolviendo puñetazos, por más poderoso que sea.

Por algún motivo, Trump decidió posponer todo un mes los aranceles con los que amenazó a México y Canadá. Quizá el hecho se relaciona con las pérdidas inmediatas que generó su anuncio a Wall Street y/o con la pronta respuesta de sus vecinos –cuyos gobiernos encabezan Claudia Sheinbaum y Justin Trudeau–, que acordaron imponer a EE.UU. el mismo porcentaje de aranceles (25%) de vuelta. Ni siquiera Colombia, que ha estado asociada al ejército estadounidense por décadas, se dejó intimidar.

Semanas después de los eventos anteriores, y a pesar de los intentos de negociación, que en el caso de México probablemente incluyó la extradición de capos, Trump impuso aranceles tanto a nuestro país como a Canadá, naciones que son, con diferencia, sus mayores socios comerciales. No importa qué se le ofrezca, el hombre quiere guerra.

Hace un mes, luego de que Donald Trump propusiera a Irán entablar conversaciones nucleares, el ayatolá de Irán, Alí Jamenei, afirmó que las negociaciones con EE.UU. “no son inteligentes, sabias ni honorables”, y sentenció que “no debería haber negociaciones con un gobierno así”. Sorprende la declaración, puesto que Irán y sus aliados, también conocidos como el “Eje de la resistencia” en Medio Oriente –grupo que involucra a fuerzas paramilitares financiadas por Irán, como Hezbolá, Hamás y los rebeldes Hutíes– han sufrido bajas de alto perfil, que incluyen a generales y políticos de alto rango, a manos de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) y del Mosad (servicio de inteligencia israelí). Frente a esta situación, se esperaba cierta flexibilidad de Irán. Pero no fue así.

Aunque es impredecible lo que sucederá a futuro, las declaraciones de Jamenei no suenan tan descabelladas, si consideramos el hecho de que un simple cambio de administración bastó para justificar la traición a Ucrania, país que hace tan solo un par de meses era un aliado indiscutible. Si partimos de un hecho reciente, en el que Trump trató de hacer que Zelensky firmara un acuerdo que implicaba ceder a Estados Unidos y Rusia una cantidad significativa de los recursos minerales y de territorios de Ucrania –y que de paso aprovechó para humillarlo públicamente–, la postura del ayatolá se torna más o menos razonable: si de esa manera terminan los aliados de Estados Unidos, no quiero ni imaginar el trato que le darían a sus enemigos, como Irán.

Por otra parte, a nivel comercial, China lleva tiempo pisando los talones estadounidenses en muchas regiones del mundo. La mayoría de dichas regiones son estratégicas. El gigante asiático disputa con el Reino Unido la segunda posición entre los principales socios comerciales de la Unión Europea (UE). Y aunque en esta región los estadounidenses todavía se ubican en primer lugar, China los supera en Europa Oriental, la mayor parte de Asia, así como en los países que conforman Oceanía, África y América Latina. En esta última región, son pocas naciones las que preservaron a Estados Unidos como socio principal; entre ellas, por su evidente proximidad geográfica, se encuentra México.

No obstante, incluso en México los roles podrían invertirse: en 2024, Estados Unidos se vio desbancado por Asia; específicamente por dos de los “Tigres de Primera Generación”: China y Taiwán, dos países (el mismo país, según a quién le preguntemos) que tuvieron una participación del 40.5% de las importaciones. Si sumamos a esto que Trump impuso aranceles muy elevados a sus dos vecinos –México y Canadá– y, en un acto que, o raya la genialidad o bien se trata de una sonda estupidez (le doy el beneficio de la duda solo porque he comprobado que, en ocasiones, la línea entre un genio incomprendido y una persona que delira  intensamente puede ser difusa), tomó la decisión de hacerlo el mismo día que se los impuso a China. Ya saben, ese país contra el que desea competir.

Por si fuera poco, de cumplir con la  amenaza de abandonar la OTAN y dejar de garantizar a Europa la protección de la U.S. Army, ¿el incentivo económico bastaría en verdad para que los europeos mantengan a EE.UU. como su principal socio comercial? Y, aún más importante, si Europa y el resto del mundo giran cada vez más hacia otras superpotencias, y especialmente hacia China, ¿cuántos años le quedan realmente a la hegemonía del dólar? A falta de una especialidad en esta materia, no me atrevo a realizar un pronóstico con precisión. Me limitaré a exponer el panorama.

Los invito a seguir una corta cadena lógica: sabemos que, en la actualidad, el oro y el petróleo no son el respaldo del dólar estadounidense. No obstante, su moneda inunda la economía global. ¿La razón? En teoría, se trata de una moneda confiable: la economía de EE.UU. crece de forma continua y esto, a su vez, permite a dicho país la posibilidad de pagar sus deudas. En teoría. De modo que hoy, en buena medida, al dólar lo respalda nuestra fe en el dólar. ¿Paradójico? Claro. ¿Por qué otros países aceptan algo como esto? Bueno, Estados Unidos tiene múltiples formas de poder, pero las dos principales son: a) su moneda, que de la mano con vínculos diplomáticos y comerciales, le ha permitido a EE.UU. sancionar a aquellos países que ponen en riesgo su hegemonía, cimentada en el dólar; b) su ejército, ya sea por la protección que brinda a sus aliados o por la presión, o bien la invasión, que ejerce sobre sus enemigos. En otras palabras, nadie le pone un alto al uso de su moneda, cuyo valor se basa en fe-imaginación, con el fin de evitar tragedias como: a) ser un país sancionado económicamente por incitar a  una rebelión contra la moneda de valor imaginario; 2) o bien recibir una invasión por parte de su ejército, el cual consigue mantenerse, en buena medida, gracias a su moneda de valor imaginario, y ha impedido, durante mucho tiempo, que los países con el potencial de rebelarse lo hagan, ya sea porque están protegidos por su ejército o bajo amenaza del mismo.

Cabe una aclaración: son el país con la deuda pública más alta de todo el mundo en términos absolutos: nada menos que 34.5 billones de dólares, cifra que, al finalizar el 2024, representaba el 121% de su PIB. Hablamos de una deuda que se ubicó –como en la mayoría de los años recientes– en su máximo histórico. ¿Hay países con deudas similares e incluso más altas? Sí, unos cuantos. La mayoría de ellos, de hecho, también son países con un nivel alto de desarrollo económico. Sin embargo, nada es tan caro para un Estado como el gasto en defensa. Si no me creen, pregúntenle al Tío Sam dónde quedó el oro que almacenaban en Fort Knox cuando concluyó la Guerra de Vietnam, la cual –quizá está de más recordarlo– terminó en una derrota estadounidense, propinada por una obstinada resistencia vietnamita.

Por más que EE.UU. sea el principal productor de armas en el mundo, mantener un número aproximado de 800 bases militares fuera de su territorio, desplegar sus tropas en más de 70 países y, además, invertir constantemente en la producción y compra de armas, tanques y aviones modernos… Bueno, eso es caro. Demasiado caro, a decir verdad. ¿Cómo sostienen todo esto? Sin duda, Estados Unidos sigue siendo una economía productiva, pero las estadísticas que muestran el registro de su economía en lo que va del siglo XXI no mienten: desde que este siglo inició, año con año, su deuda pública muestra una clara tendencia a incrementar. Hay años en los que aumenta de forma significativa, y otros en los que da la impresión de alentarse, mas no se ha detenido; por el contrario, en comparación con el año 2000, la deuda pública estadounidense casi se ha cuadruplicado: un aumento de 3.6 veces (360%), para ser exacto. Confieso que no me formé en economía, ni me considero especialmente erudito en dicha materia. Aún así, me parece evidente que inyectar dinero a la economía es una práctica utilizada por EE.UU. con el propósito de mantener aceitada la máquina del enorme imperio militar que, a la fecha, aún posee. No afirmo que sea la única fuente que sostiene el gasto militar; lo que argumento es, más bien,  que a juzgar por la enorme deuda que carga, ha sido la única solución que su gobierno ha podido implementar. Es un suicidio a largo plazo, desde luego; pero cuando uno posee un ejército poderoso y cree que su moneda preservará su hegemonía de manera indefinida, supongo que es fácil obstinarse en mantener la falsa creencia de que uno puede hacer lo que se le antoje sin consecuencia alguna.

No es sorpresa que varios miembros del BRICS hayan empezado a comerciar en sus propias monedas. Poco a poco, se blindan de futuras sanciones estadounidenses y, de paso, van haciendo el dólar a un lado. Y si el dólar se sostiene prácticamente por fe –y porque ahora mismo la mayoría de los países no tienen más opción que aceptarlo– ¿qué sucedería si Trump abandona la OTAN y deja a Europa a su suerte, como ha dicho que lo hará? ¿En verdad ofrecen mejores precios o calidad que China, o la protección de la U.S. Army el incentivo principal de los europeos para comprar sus productos? ¿Qué sucedería si, adicionalmente, se intensifica una guerra comercial –a la fecha ya declarada– contra sus vecinos, México y Canadá? ¿Hacerlo no acercaría a sus vecinos a las potencias comerciales y/o militares con las que Estados Unidos tiene una fuerte rivalidad? Partiendo de dicho escenario hipotético, ¿cómo procedería? ¿Invadiría a sus vecinos? Técnicamente es posible, pero también improbable, pues hacerlo sí que abriría las puertas al suicidio definitivo de Estados Unidos: arruinaría su propia economía, incluso si triunfara rápidamente. Un ejército de ocupación, ante este escenario, sería imposible de pagar: sus vecinos tienen un territorio grande, que requeriría un gran número de elementos para mantener bajo control, y todo con una economía endeudada y una moneda que –en este escenario hipotético– valdría más o menos lo que vale el papel mismo en que se imprime.

Ahora mismo, algunos quizá piensan que todo esto es una mera especulación con un brochazo de alarmismo. Estados Unidos, al fin y al cabo, sigue siendo la primera economía del mundo y aún tiene el ejército más poderoso. Les concedo esto último. No obstante, aprovecho para recordarles que el Imperio romano nunca fue tan grande como en los años previos a su caída. Ningún imperio, luego de miles de años de civilización, ha perdurado, por el simple hecho de que no hay imperio que pueda crecer indefinidamente ni contradecir el devenir de la historia. En más de una ocasión, justo cuando algunos de los imperios más grandes llegaron a la cima, lo hicieron para percatarse de que aquella era la altura desde la cual iban a caer.

Más allá de las decisiones de Trump y de cómo funcionen a largo plazo, la imagen de Zelensky furioso al salir de la Casa Blanca pinta no tanto la situación de Ucrania como la de Estados Unidos. El único jefe de Estado que parecía completamente acorralado, el que nadie creyó que rechazaría la oferta y las amenazas de Trump, decidió marcharse de la Casa Blanca sin mirar atrás. Todos parecen tener claro que no hay promesa estadounidense que valga la pena aceptar.

Ya nadie se arrodilla ante el imperio, por el simple hecho de que hacerlo no tiene caso. No hemos de extrañarnos si, en un arrebato de furia, Donald Trump hace algunas estupideces –para variar– empujado por su impulsividad. Quizá en esta ocasión ya no se trata solo de un sesgo político de personalidad, sino la viva imagen de su nación frente a un peligro que desconocen por completo.

Sobre el autor:

Jacobo Molina

Lic. Letras por la UDEM, periodista y poeta. Cofundador de la revista Tres Puntos y autor de los poemarios La (des)ubicación de las cosas (CONARTE) y Antitratados (Mantis Editores y CONARTE).

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