Masculinidad y bullying: la violencia que no siempre vemos

Como seres sociales, desde tiempos históricos hemos buscado pertenecer a un grupo. A lo largo del tiempo, y con el desarrollo de las civilizaciones, se han creado ciertos roles y expectativas que cada individuo debe cumplir de acuerdo con sus características. Son creencias que, acertadas o no, forman parte de los cimientos de nuestro funcionamiento e identidad como sociedad.
Actualmente, en las nuevas generaciones hay más apertura en la conversación pública sobre los roles de género y lo que una mujer o un hombre “debería ser”. Cada vez son más las personas que alzan la voz ante una imposición ideológica que choca con su libertad y decisión individual. Sin embargo, sigue siendo considerable el porcentaje de personas que adoptan el estereotipo tradicional. A decir verdad, muchas veces nosotros mismos podemos sostener una creencia relacionada con esto sin saberlo. Es una cuestión ligada a nuestra educación, que se arraiga —consciente o inconscientemente— en nuestra formación como adultos.
Lo complicado, a veces, es poder identificar estas creencias que se reflejan en ciertas situaciones y que, de alguna manera, acaban por normalizarse. Nada es tan sencillo como para dividirlo en blanco y negro. Cada circunstancia tiene destellos y matices de diferentes colores entre líneas. Son implicaciones que pueden pasar desapercibidas porque no son el tema central.
Carlos Gurrola, o “Papayita”, como le apodaban con cariño, era un hombre trabajador de 47 años que se esforzaba por apoyar económicamente a su familia. Su labor se desarrollaba en Torreón, Coahuila, dentro de un supermercado donde ayudaba con las tareas de limpieza. Carlos buscaba hacer bien su trabajo, pero desafortunadamente era víctima de agresiones y burlas constantes.
De acuerdo con las declaraciones de sus familiares, sus compañeros lo molestaban robándole su comida, escondiendo su celular e incluso ponchándole las llantas de su bicicleta, su medio de transporte. Su madre aseguró que Carlos llegaba de madrugada con hambre y con su bicicleta dañada. Un día, la situación escaló y terminó de forma lamentable.
El 30 de agosto, Carlos se alistó para ir a trabajar como de costumbre. Mientras realizaba sus actividades, llevaba con él un suero de electrolitos que dejó un momento guardado con sus cosas; pero cuando regresó de barrer y le dio un trago, percibió un sabor extraño y desagradable, por lo que tiró la botella. Momentos después, Carlos empezó a manifestar un malestar físico y contactaron a su madre para que lo llevara a la Cruz Roja.
Carlos fue ingresado a la torre de especialidades de la Clínica 71 del IMSS, en la ciudad de Torreón. Aún no se tiene una versión oficial de los hechos, pero se dice que el suero contenía una sustancia tóxica que habría sido colocada ahí por sus compañeros. Sus familiares relatan que presentaba quemaduras en la tráquea, los pulmones y las vías respiratorias. Luego de diecinueve días hospitalizado, Carlos Gurrola falleció el pasado jueves 18 de septiembre.
Este caso provoca la indignación de toda una comunidad y de cualquier persona capaz de empatizar con lo vivido por Carlos Gurrola. Y aun así, resulta necesario cuestionar cuáles eran los pensamientos que pasaban por la mente de aquellos sujetos que vieron esta situación suceder en primer plano, o, aún peor, de quienes fueron partícipes.
Las normas de masculinidad suelen exigir fortaleza, dureza y, sobre todo, no mostrar vulnerabilidad. Desde pequeños, las características de hombres y mujeres se ven divididas: por un lado, el hombre representa la resistencia, mientras que la mujer encarna la sensibilidad. Recalcar esa división puede provocar que una persona —del género que sea— sienta prohibido experimentar el otro lado de la moneda. Cuando un hombre, en este caso, no responde conforme a lo que socialmente se considera “correcto”, por ejemplo al mostrar fortaleza e indiferencia ante un “simple juego”, o incluso al hacer uso de la fuerza física para defenderse, se convierte en un blanco accesible de burlas y agresiones porque choca con la barrera de lo que “debería ser”.
En el momento en que un hombre ejerce bullying hacia otro, se plantea una torcida y dañina especie de juego de poder para reafirmar quién tiene el control de la situación. Incluso, el agresor le arrebata simbólicamente el papel masculino a la víctima, al exponerla y hacerla sentir que sus características son más bien femeninas, lo cual generalmente se asocia con debilidad.
Esta situación no solo pone de relieve la importancia de los protocolos y la educación sobre las conductas “inofensivas a simple vista” que pueden escalar y terminar en tragedia, sino también la necesidad de aprender a identificar cómo las exigencias de las características que cada género “debe” cumplir se manifiestan. A veces creemos que en la portada de una historia ya se expone el tema relevante y central, pero no siempre es así. Tanto el bullying como la lucha contra los estereotipos de género pueden ser personajes silenciosos que se esconden detrás de algo más.
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