El impacto de las redes sociales en la autoestima de los jóvenes

En la última década, las redes sociales han pasado de ser una herramienta de entretenimiento a convertirse en el espejo donde los adolescentes se ven todos los días. Instagram, TikTok o Snapchat ya no son solo pasatiempos, sino escenarios en los que se construye o destruye la autoestima. Y aunque acostumbramos culpar al “uso excesivo” de los jóvenes, lo cierto es que el problema es más complejo. Las plataformas están diseñadas para mantenernos atrapados en un ciclo de comparación y validación externa.
La evidencia lo confirma. Un estudio de la American Psychological Association mostró que reducir el tiempo en redes mejora la percepción de la propia imagen corporal. Esto no sucede por arte de magia, sino porque el algoritmo deja de bombardear a los adolescentes con cuerpos editados y vidas imposibles. No se trata, entonces, de un simple problema individual de inseguridad, hay una maquinaria de tecnología detrás que sabe perfectamente cómo presionar las inseguridades de sus usuarios para mantenerlos conectados.
En 2023, Yale Medicine fue más lejos al señalar que los algoritmos están programados para explotar la vulnerabilidad de los jóvenes, cuyo cerebro aún no termina de desarrollarse. No se refiere a un espacio neutro, se refiere a un sistema hecho para enganchar. Los adolescentes no solo suben fotos, esperan likes y comparten videos. Están participando en un mercado donde su atención y su autoestima son la mercancía. Datos del mismo año de PubMed Central lo confirman. La adicción a las redes sociales está ligada a la baja autoestima, la ansiedad e incluso la idea de suicidio. Y aquí es donde la discusión debe cambiar su curso. No es solo que los adolescentes “usen demasiado” el celular. El verdadero problema es que las plataformas aprovechan esa dependencia y ni gobiernos, ni colegios, ni padres han sabido poner límites claros.
¿En dónde reside la responsabilidad? En primer lugar, en las empresas tecnológicas por crear sistemas que priorizan la permanencia frente al bienestar. Pero también los gobiernos, que siguen mirando a otro lado y no regulan una industria que afecta directamente la salud mental de los menores. Y claro, tampoco se puede excluir a las familias ni a las instituciones educativas, que en muchos casos prefieren ignorar el tema antes de educar y acompañar.
Las redes sociales pueden tener beneficios, permiten expresarse, crear comunidad y compartir ideas. Pero en la balanza actual los costos pesan más que las ventajas. Y no, no se trata de satanizar el celular ni de pedir que volvamos a un mundo analógico. Se trata de reconocer que hoy los adolescentes crecen en un entorno donde la autoestima ya no depende solo de lo que piensan de sí mismos, sino de lo que dictan los algoritmos.
Esta es la verdadera tragedia. Que la identidad de una generación está respaldada por una industria que nunca pensó en su bienestar.
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